La casa del coto

La casa del coto

Ahora que es tiempo de reclamo, son muchos los jauleros que pasan días y noches con otros colegas en la casilla del coto. No tiene más de 50 metros cuadrados, pero es suficiente. Con un saloncito-comedor con chimenea y dos habitaciones con dos camas cada una, es perfecta, porque son cuatro los socios de este coto.


Tener un coto con casa es otro nivel. Los cotos pueden ser buenos, malos y regulares según la densidad de caza, pero si tienen una casa en la que resguardarse si el cielo se pone imposible, comer e incluso dormir, ese coto posee un aliciente único y sobresaliente.

Los cazadores, salvo excepciones, somos gregarios como los rabilargos o los estorninos, y después de echar la mañana cazando en mano, haciendo alguna batida o cazando el perdigón cada uno por su cuenta, luego nos gusta reunirnos a tomar un taco bajo una encina, en un restaurante o, mejor aún, en la casa del coto. Esa casilla de piedra que el titular del coto nos cedió para reunirnos y protegernos del mal tiempo, que hemos tenido que adecentar y arreglar algunos desconchones, pero que tiene chimenea y algunos cuartos con cuatro somieres viejos y colchones sobrantes de alguna casa restaurada.

Comer todos juntos frente a una gran chimenea es una suerte, pero poder hacer noche en la casa y cazar al día siguiente es ya un capricho de dioses.

Me atrevería a decir que aquellos cazadores que en algún momento de su vida han tenido un coto con casa y han podido pasar en ella por lo menos una noche con sus compañeros, habrán vivido, sin duda, uno de los momentos más recordados y felices de su vida cazadora.

Esa tertulia que se forma alrededor de una chimenea que crepita, en la que se están asando a la parrilla unos conejos cazados por la mañana. Ese meterse en la cama después de una larga charla, copitas incluidas, con un somier desvencijado y colchón de gomaespuma, pero calentito por las cuatro mantas, mientras fuera diluvia. Ese despertar mañanero oliendo a café recién hecho y viendo cómo en la chimenea hay varias tostadas. Ese abrir la desvencijada puerta de la casa y ver un campo recién regado y listo para patear de nuevo. Son momentos que no tienen precio.

En estas casas de coto y en estas convivencias felices se desata la risa, la imaginación y el buen humor, dando pie a las bromas más rocambolescas, como aquella en la que, tras las copitas de la cena, todos se ponen de acuerdo en gastarle una broma al más inocente del grupo.

A las tres de la mañana, ya dormido como un lirón, con mucho cuidado le manipulan el reloj de su muñeca para que marque las siete y media. Al mismo tiempo, todos cambian sus relojes a esa hora y, por supuesto, también el reloj de pared colgado en el frontal de la chimenea. Mientras uno de los cazadores se pone a hacer café, otro despierta a la víctima advirtiéndole de que pronto darán las ocho, pues anunció a sus compañeros que quería hacer el puesto de alba, que tiene lugar al amanecer.

La víctima se revuelve entre las sábanas, pero finalmente se levanta y se viste, revelando, desorientado, que le parece haberse dormido hace un par de horas. Aparece en el salón, se dan los buenos días y le ponen un café. De tostadas no tiene ganas porque siente que ha comido hace poco tiempo. El resto de compañeros toman el café aguantando las risas y alguien advierte que hay que irse porque el amanecer está cerca. Nuestro amigo ni siquiera mira el reloj de la chimenea, se cuelga la jaula a sus espaldas, la funda de la escopeta, se mete un puñado de cartuchos en el bolsillo y sale de la casa en dirección al puesto de Macario, un puesto de piedra que lleva allí medio siglo y está a unos 500 metros de la casa. Tras su marcha, las risas y carcajadas se acentúan: han logrado que su compañero salga de la casa pensando que son las ocho menos diez cuando en realidad son las cuatro menos cuarto de la madrugada.

Pasa el tiempo. La carcajada de uno arranca la de los demás al pensar en la broma. Según todos los relojes, son las ocho y media de la mañana, pero en realidad son las cuatro. De repente, sienten que alguien se acerca. Todos callan expectantes. Es el pobre Bartolomé que, desencajado y asustado, asoma por la puerta y grita a todos sus amigos: «¡El universo se ha trastocado!». Las carcajadas vuelven a sonar con más fuerza que nunca.

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