Monteros de ayer… y de hoy
Tenían razón. Los únicos que se sentían a gusto en esos momentos eran aquellos dos hombres charlando bajo la parra que daba sombra a la entrada de la finca de ‘Valtravieso’, y ni siquiera les gustaba pasear la vista por los aledaños de los fatigosos repechos que jalaron las reses el día anterior y, tantas vueltas como dieron con los perros durante la montería.

Aquellos dos monteros se sentían cómodos recordando viejos tiempos
—Yo pensaba que me comentarías algo de aquel individuo, que a los pocos minutos de alcanzar su postura, empezó a disparar sobre el tronco de un chaparro, a más de cien metros, para ver como tenía regulada la mira del rifle.
—¿Y, cómo no? Si tuve que gritarle varias veces para advertirle que no se podía comenzar a tirar al blanco antes de la suelta y el listo me respondió muy serio que acababa de llegar de un safari de Namibia y allí le obligaron a probar el arma antes de iniciar la cacería.
—Cuándo me acerqué a él, me miró perplejo y con cara de aburrimiento. Sólo entonces me di cuenta del calibre de la munición que emplearía con la que se abaten en África a los 5 grandes.
—Uf… —respondió el otro—, ¿cómo puede permitirse que suban a los montes con armas tan potentes, si aquí todavía no han echado leones?
Hubiera deseado denunciarle, por el peligro que representaba su inexperiencia en el monte y me resultaba insoportable permanecer más tiempo a su lado, y antes de alejarme le dije que no recordaba haberle visto antes en otras monterías y, por extraño que parezca, cambió rápidamente de conversación.
Me fijé en el elegante tabardo que llevaba, por donde le colgaba por detrás una pequeña etiqueta con el precio de la tienda donde acabaría de comprarlo porque, de donde me dijo que venía, allí van en camisa y pantalón corto.
—Es la primera vez que vengo a una cacería por aquí y como me han contado que el jabalí es la única fiera de estos montes, por eso me he traído el rifle que llevé a la selva y, si tengo suerte de tirar alguno, lo dejo tieso panza arriba.
Al alejarme de él, le vi reírse y hacer ejercicios con el rifle apuntando a todas partes y conforme yo iba alcanzando por los carriles a las camionetas de los perreros, les indicaba el puesto donde se encontraba el escopetero africano, para que cuando entrasen con los perros por allí anduviesen con cuidado y, si fuese preciso, al oír los cañonazos de aquel rifle se tirasen en tierra por lo que pudiese ocurrir.
Al final de la batida me enteré que esa armada, con seis puestos, no había disparado. Y es que ni siquiera oyeron en todo el ojeo el ‘jay’ de los podenquillos punteros y se notó que las reses no cruzaron por aquel portillo en todo el día.
