Monteros de ayer… y de hoy
Tenían razón. Los únicos que se sentían a gusto en esos momentos eran aquellos dos hombres charlando bajo la parra que daba sombra a la entrada de la finca de ‘Valtravieso’, y ni siquiera les gustaba pasear la vista por los aledaños de los fatigosos repechos que jalaron las reses el día anterior y, tantas vueltas como dieron con los perros durante la montería.
—Exageras un poco, Rafael. —Puede ser. Pero no olvidemos lo que soportaron nuestras botas en los cerros que nunca habían pisado y las fuerzas que en ocasiones llegaron a ser muy escasas en los últimos collados de los repechos de rabia. —Pues… sí. Porque, por mucho que me esfuerce, no puedo describirlo, tan sólo recordarlo. —Te doy mi palabra de honor —le dijo— que con el calor tan fatigoso que pasamos, subiendo a toda prisa, tomando la mano de las rehalas para ganarle la carrera a los venados, mientras me golpeaba el costado con el roce de los tronchados jarales, en ciertos momentos me costaba mucho abrirme paso entre la hojarasca. El otro cogió la bota de vino que tenía colgada detrás de la silla y se la pasó para que tomase un trago, y éste la sostuvo en alto, mientras mantenía la cabeza hacia atrás, tratando de saborear muy despacio el buen tinto manchego, más allá del sufrido cansancio.
Aquellos dos monteros se sentían cómodos recordando viejos tiempos
—Yo pensaba que me comentarías algo de aquel individuo, que a los pocos minutos de alcanzar su postura, empezó a disparar sobre el tronco de un chaparro, a más de cien metros, para ver como tenía regulada la mira del rifle.
—¿Y, cómo no? Si tuve que gritarle varias veces para advertirle que no se podía comenzar a tirar al blanco antes de la suelta y el listo me respondió muy serio que acababa de llegar de un safari de Namibia y allí le obligaron a probar el arma antes de iniciar la cacería.
—Cuándo me acerqué a él, me miró perplejo y con cara de aburrimiento. Sólo entonces me di cuenta del calibre de la munición que emplearía con la que se abaten en África a los 5 grandes.
—Uf… —respondió el otro—, ¿cómo puede permitirse que suban a los montes con armas tan potentes, si aquí todavía no han echado leones?
Hubiera deseado denunciarle, por el peligro que representaba su inexperiencia en el monte y me resultaba insoportable permanecer más tiempo a su lado, y antes de alejarme le dije que no recordaba haberle visto antes en otras monterías y, por extraño que parezca, cambió rápidamente de conversación.
Me fijé en el elegante tabardo que llevaba, por donde le colgaba por detrás una pequeña etiqueta con el precio de la tienda donde acabaría de comprarlo porque, de donde me dijo que venía, allí van en camisa y pantalón corto.
—Es la primera vez que vengo a una cacería por aquí y como me han contado que el jabalí es la única fiera de estos montes, por eso me he traído el rifle que llevé a la selva y, si tengo suerte de tirar alguno, lo dejo tieso panza arriba.
Al alejarme de él, le vi reírse y hacer ejercicios con el rifle apuntando a todas partes y conforme yo iba alcanzando por los carriles a las camionetas de los perreros, les indicaba el puesto donde se encontraba el escopetero africano, para que cuando entrasen con los perros por allí anduviesen con cuidado y, si fuese preciso, al oír los cañonazos de aquel rifle se tirasen en tierra por lo que pudiese ocurrir.
Al final de la batida me enteré que esa armada, con seis puestos, no había disparado. Y es que ni siquiera oyeron en todo el ojeo el ‘jay’ de los podenquillos punteros y se notó que las reses no cruzaron por aquel portillo en todo el día.
Estoy seguro que le dio tiempo a comerse tranquilo el ‘taco’ que le prepararon en el Hotel del Val y se aburriría de lo lindo al no ver ni un rabo y volvería con los africanos al lugar donde podría cazar con su rifle.
—Y es que para hablar de caza y presumir de montero hay que haber pateado muchas sierras, cazando y sin cazar.
—Recuerdo que una vez me dijo un postor de Valdelagrana, que le gustaba tanto patear las trochas, que hasta cuando llovía salía a recoger algunos caracoles.
—¡Olé y olé, la gracia! —contestó, estimulando al amigo a seguir hablando.
—Ahora aparecen por Sierra Morena cada individuo que mejor sería se quedasen en sus casas, pues la tristeza que siembran nos amargan la miajilla de alegría que sentimos, cuando brincan los cervunos regajo arriba y los acechamos, a ver a dónde van, y hacia qué armadas se dirigen.
—¿Pues sabes lo que te digo?, que hay que hacer algo para espantar a esta gente de por aquí, antes de que se carguen a algún perrero, o a algún guarda, confundiéndolos entre el monte con un cochino jabalí, aunque esté mal el decirlo.
—¡Ea!, ya me voy. Y más cuenta me tiene descolgarme con la bestia por ese atajo, antes de que me alcance la tormenta, que se está preparando.
—Bueno, pues hasta más ver.
De todo lo antedicho se sugiere que tantos parlanchines escopeteros —que hay muchos en nuestros montes—, que violentan a nuestros moradores de la espesura, han roto ya las cuencas de las virtudes del lance serio de la montería y el negocio traspasa el regato mudo de los collados con olor a macarenos.
—¡Entre los carrizos del arroyuelo queda mi afición rebosada de ilusiones…!