El puto fuego
Ocurrió una noche de finales de julio de 2004, cuando las llamas devastaban las hectáreas por miles en los términos de El Garrobo y Berrocal. Aquella noche, Javier Rubio, Antonio Salvador y servidor, después de un cierre de edición frenético pendientes del incendio, nos tomábamos unas cervezas en la terraza del bar Tribuna, en pleno barrio de Triana.
Del cielo llovían cenizas, pavesas que el fuerte viento del Norte -siempre agradecido en verano- empujaba desde la sierra a la capital. Y sobre nuestra mesa se posó una pavesa mayor que el resto que nos dejó a los tres boquiabiertos: era una hoja de encina perfecta, intacta, con las nervaduras prominentes aún, pero completamente calcinada. Aún así había sido capaz de resistir un largo viaje de casi cien kilómetros empujada por el aire. En ese momento fuimos consciente del nivel de destrucción de aquel incendio. "Puto fuego", murmuró alguno de nosotros. Al día siguiente, los coches amanecieron cubiertos de cenizas. Ahora, los vecinos del Norte de Madrid están asustados porque huelen a quemado y hay calima en el ambiente. Las llamas están a 500 kilómetros, en Galicia. ¿Cómo será entonces la devastación en los lugares del fuego para que el humo se haga notar tan lejos? El humo, las cenizas, una minúscula hoja de encina calcinada empujada por el viento, nos abren los ojos a la catástrofe, al desastre natural del fuego, con más efectividad que las llamas que vemos por televisión. El olor del humo y el tacto de las cenizas nos ponen en contacto directo con el infierno y nos hacen exclamar que maldito sea el fuego. Y nos hacen sentir miedo y culpabilidad. Pensemos que -salvo los originados por los rayos de una tormenta seca de verano- los incendios son obra del hombre, y no necesariamente de pirómanos. El rastrojo, la colilla de cigarro, la botella que dejamos abandonada, los papeles, las bolsas de plástico… Sí, por más que nos duela ese olor de la destrucción, la densidad del humo, nosotros somos los culpables del puto fuego. Y que no se repita.