Nervios de novato
—No comprendía nada, y por eso no le dije nada a Filigrana. Aunque por muy acostumbrado que uno esté a muchas cosas que ocurren cerca de nosotros, entre fugaces sombras de los matorrales, pero en este caso, un buen jabalí careaba a paso lento por en medio de un bancal —sólo estorbaba él y su sombra— y he aquí que el cazador que participaba por primera vez en un gancho de cochinos, al verle venir en dirección hacia su postura, no se le ocurrió otra cosa que esconderse detrás de un árbol, escuchando al cruzar, como si zumbara contra sus oídos, el sermón que llevaba cuando ya se venteó al entrar en las pedrizas.
Reconoció que estaba asustado y que el frío salía de él, de su propia sangre
Y allí los dejó, y ¡para qué!, la que se armó cuando empezaron a medirle los colmillos ensangrentados y la serie de fotografías que le hacían la gente, una detrás de otra.
Dicen que le contó a un amigo que le llevó varios días, con sus noches, que no podía coger el sueño, escuchando el pateo, los berridos del bicho y que en los últimos apretones la barriga se le descompuso.
Ahora cuando va a La Fonda con la familia, coge una silla y se sienta de espaldas a la cabeza disecada del cochino que consiguió Antonio —el dueño, ya fallecido— y ahora con su tablilla y la chapa con su nombre, decora la pared central del comedor. Y cada vez que la mira, ¡para qué, lo que le entra!
Y esa es su pesadumbre. Y, lo del árbol, es que, no se pudo aguantar y se abrazó al tronco y pensaría que si fallaba el tiro ¿qué le iría a pasar?
A la cuenta, el joven no es cazador de jabalíes y hasta entonces nunca se escondió en el monte para quitarse de en medio y, sin embargo, al ver al verraco que por poco le mete los morros casi en las manos, le entró un desconsuelo seco que le crujían los huesos de coraje.
—No se apuren, que con el tiempo y mi antigua escopeta de gatillos, ¡con el apego que le tengo! dejaré planchado a más de uno, porque hasta hoy no sabíamos en el pueblo que andaban estos bichos por bancales y barrancos, aprovechando que tenemos huertas, almendros y árboles frutales… ¡Y desde ese día ando muy encorajinado con ellos!
Al volver el escudero —de sobra sabía lo que le contaría Candiles—, terminó por arrimarse a él para que se explicase y que sólo habían conseguido un jabalí.
—Digo yo también, lo tranquilo que estábamos por estos montes, hasta que se oyeron los primeros perros, que no sabían a quienes latían y porqué tardaban tanto tiempo en volver junto a sus dueños.
Al menos ese sería el motivo por el cual se vieron cazadores por la Plaza Mayor —casi siempre solitaria— y tabernas del pueblo, preguntando por qué montes careaban esos cerdos y si podían ver la cabeza que cazaron y, ¿cómo ellos iban a pensar que aquello no fuera verdad?
Algunos dijeron:
—No dejar que se os acaben los cartuchos, para la otra que se organice. Y si se os vuelve alguno, le apuntáis bien y si no le dais, echad a correr carril arriba hasta donde tuerce el camino del portillo adelante y otra vez será.
—Pues quién sabe.
Y las cumbres rebosantes de almendros y los claros repechos de rabia, en el silencio reinante del atardecer, acariciaban el áspero rastro que el humo del tabaco esparcía entre los surcos que desfloraba la jabalina con sus rayones.