La situaciones de la vida son curiosas, en mi caso me deparó años antes poner en mi vida, por motivos laborales, a Miguel Ángel Carrión, afamado empresario panadero. Nada sabía yo de su afición cinegética hasta que una mañana visite su fábrica de pan y, al entrar, lo primero que vi fue un magnifico muflón oro colgado en su despacho. Inmediatamente los negocios y los temas laborales que me llevaban hasta su fábrica se quedaron a un lado para conversar, largo y tendido, sobre nuestra afición en común, la caza.
Desde ese momento, tanto Carrión como yo supimos que de esa casualidad estaba naciendo una amistad verdadera que duraría toda la vida, como así ha sido. No tardó en que surgiera nuestra primera oportunidad de cazar juntos. El sábado siguiente nos iríamos de montería, y es ahí cuando entra el cuarto en discordia, Carlos Cortés, hijo de Don Javier, amigo desde toda la vida del padre de Carrión y, como suele pasar en esto de la caza, la amistad se convierte en herencia —algo que poca gente hoy en día entiende— y, por ir con Carrión, ya me aceptó Carlos como amigo de toda la vida. Pues a partir de ese día se sucedieron mil y una batalla, donde no tardó en incorporarse al trío Juan Fran, compañero de jornadas de menor y fantásticos almuerzos.
Pero volvamos a lo que en esta página me lleva hoy. Después de dar una montería de escándalo —35 puestos y 65 reses en el suelo— en la finca
Navamartina, organizada por Miguel Ángel y en la que estuvimos todos y, como no puede ser de otra forma, mientras compartíamos mantel y dábamos cuenta de los lances de ese día surgió la idea:
«¿Y por qué no hacemos el ultimo día un gancho para nuestras familias, para celebrar que la cacería de hoy ha sido un éxito? Una fiesta familiar en lo que menos importa sea la caza». Y cómo no, ya está el
lio montado.
Ese sábado ya estábamos con los coches cargados, los Potencianos y los Zamoranos
on tour. Llegamos a la hora prevista a
Cerrocasillas, finca afamada en toda la provincia de Ciudad Real, propiedad de la familia Carrión, ahí ya estaba Miguel Ángel a las puertas esperándonos. En la casa ya estaban su hijo y su padre, y no tardaron en llegar los Cortés, con Don Javier a la cabeza, escoltado por su hijo Carlos y su preciosa nieta. Abrazos y emociones a raudales que se alargaron durante toda la tarde y parte de la madrugada, en la que lo único importante era que el destino había unido a tres generaciones de cuatro familias celebrando el poder compartir nuestra forma de vida.
El protagonista de ese domingo fue Julián, cabeza de familia de los Potenciano, cazador de menor de toda la vida y que a su edad avanzada era la primera vez que se decidía a acudir a cazar la mayor, toda una alegría para su hijo y nietos y, como no podía ser de otra manera, para nosotros, sus amigos.
Repartimos los puestos como surgió, y Julián acudió al suyo acompañado de su nieta y de su fiel escopeta curtida en mil y un lance a la menor. La caracola y los gritos del potaje viejo perrero de los montes de Sierra Madrona nos indicó que ya estaba el
lio montado. Ladras, gritos, monte rompiéndose y mil y un sonido que nos alegra el alma a los cazadores. Y ahí estaba Julián como un niño chico en la noche de reyes, su nieta y él compartiendo su primera experiencia en caza mayor.
La diosa fortuna quiso ser justa en esta cita. A la distancia, María vio cómo se acercaba a la carrera un precioso venado y, con los nervios de los niños, avisó a su querido abuelo. Julián espero el momento como si lo de montear lo llevara haciendo toda su vida, conocía su escopeta como si fuera una parte de su cuerpo, cada metro que avanzaba el animal su corazón se aceleraba como si fuera un Ferrari, los segundos parecían años… hasta que el tiempo se paró. Julián encaro su vieja escopeta, corrió la mano como tantas veces hizo a la menor, dejando cumplir la pieza, y
pum, su escopeta lanzó ese sonido sordo, el sonido de nuestros sueños, esa música celestial en la que se escapa un poco de nuestra alma de cazador.
El gancho llegó a su fin y nos dirigimos al punto de reunión. Faltaban Julián y María, que venían a la distancia andando. Cuando llegaron a nuestra altura las emociones de abuelo y nieta estaban a flor de piel y, de forma atropellada, nos contaban lo acontecido,
«el abuelo ha disparado a un venado, pero donde tenía que estar no está. Le ha dado seguro, si yo lo vi, papá». Así, mil y una frases.
Nos dirigimos al puesto los cuatro mosqueteros, Miguel Angel, Carlos, Juanfran y yo. Los restos de sangre delataban el lance, pisteamos como verdaderos perros de rastro hasta que llegamos a la valla que delimitaba la finca con la colindante pero, por desgracia, el primer venado de Julián herido consiguió saltar la valla y correr lejos de nosotros y no poder cobrarlo ese día.
La desilusión se reflejaba en nuestros rostros camino al punto de encuentro. Al llegar dimos cuenta a nuestros progenitores de lo que había pasado con el venado. En eso, como no podía ser de otra forma, surgió la voz de Julián:
«¿Y cuál es el problema? El venado aparecerá o no, la pena es que un animal está herido y no lo podemos cobrar. Pero lo realmente importante de esto es que ayer y hoy estamos celebrando lo más bonito que podemos celebrar y es que tres generaciones al completo estamos viviendo nuestra forma de vida».
Va camino de un año que una
puta enfermedad nos arrancó a Julián de nuestras vidas, pero lo que no consiguió fue arrancarnos su recuerdo, sus consejos, sus enseñanzas y su pasión por la caza. Ahora su legado está en su hijo y nietos, que siguen sus enseñanzas en esto de la caza y, como no podía ser de otra manera, en nosotros, ya que nos dio todo sin pedir nada a cambio.
Amigo, gracias por ese día y por todos lo que nos diste, gracias por ser maestro sin la necesidad de hablar y ojalá que, desde donde estés cazando ahora, sigas velando por nosotros, viendo con satisfacción como Jorge y María siguen tus pasos.