No podían pensar en nada más, que seguir aquella trocha
Rodeábamos la cuesta que seguíamos los dos y evitábamos perder el equilibrio al estrecharse el camino, ya que hubiese sido fatal una caída desde allí arriba, rodando hasta abajo.
Pero cuando le rogué a Filigrana, qué no mirase hacia atrás, en ese instante, vio a un perro que le seguía muy de cerca. Sucedió con tal rapidez, que ni siquiera se nos ocurrió nada, hasta que el escudero enfurecido, extendió su cuerna con tal fuerza, que le obligó a dar dos vueltas y en una de ellas le hizo caer al fondo Candiles, como le fue posible, entrelazó su cornamenta con la suya para que no cayese en el momento en que ya empezaba a resbalarse. Se inclinó hacia él y empezó a arrastrarle, aprovechando los salientes del terreno que le estremecían de angustia, hasta llegar al final del que jamás hubiesen careado, si no hubiera sido porque las rehalas que venían de muerte ni siquiera se atrevieron a seguir tras ellos por el peligro de tan estrecho camino, prefiriendo unirse a otros perros por la solana que ya habían agarrado a un marrano grande. —Maestro ¿y ahora qué hacemos con la enreda de cuernas que llevamos? —Pues no lo sé, muchacho —dijo el venado en tono cortante. —Tenemos que considerar nuestra situación. Hay que ver qué se le ocurre a usted a toda prisa, porque así no podemos aguantar más. —Ven Filigrana. Vamos a ocultarnos dentro de ese montarral y veré qué puedo hacer. No nos matamos al cruzar tan estrecho precipicio y ahora estamos los dos mirándonos a través de las cuernas. —Señor, le puedo pedir un favor. —Para favores estoy yo. Pero dime, ¿qué te pasa? —Pues, le ruego que no mueva mucho la cabeza, que estoy mareándome y me he meado encima. -Quizás, hemos tenido bastante meneo. Pero no te preocupes que, cuando todo termine, recuperaremos nuestras defensas y lucharemos con otros machos en lo que queda de berrea, y quedaran perplejos de la furia de nuestro combate y las ciervas más lindas se vendrán con nosotros. ¿Cómo se atreve a decir eso, si no podemos ni levantar las orejas, con la mirada perdida en la lejanía? Sólo entonces apartó su cuerpo a un lado, confiando en que tal vez se le ocurriese alguna idea durante la noche. Pobrecillo Filigrana, contraído en una mueca triste sobre las matas y ligeramente tembloroso. Recordaba, que a veces los guardas hallaban los cadáveres de dos ciervos que, luchando en el celo, enganchaban sus cuernas y así perdían la vida. De repente, dijo Candiles: —¡Ya está…! ¡Sólo necesitamos saber, cómo tenemos que colocarnos para desenredarnos! —¿Y eso será posible, maestro? —Muy sencillo. Como el enredo está por debajo de mis luchaderas y, al ser tu cuerna más pequeña que la mía, no se han enredado en las otras puntas y ahora con ayuda de tus patas delanteras, el siguiente paso será, que tires para arriba de cada una de las dos y se soltarán enseguida. El escudero, permaneció inmóvil y asintió con un gesto. —Así, que en marcha. ¡Ya verás cómo lo vamos a conseguir y podremos estirar los cuellos! Ambos se miraron un instante a los ojos, mientras la brisa de octubre hacía crujir los resecos zarzales del sendero. Esperar y esperar, como un ruego, tiene su miga. Y dicho y hecho. Filigrana —sudando a más no poder— levantó sus patas, lo que le hizo entender que era una posición estratégica para seguir adelante y cumplir su misión. —¡¡Sí, sí, ya está…!! Y saltando de alegría chocaron las cuernas varias veces. —Oye, muchacho, te agradeceré que no saltes más, no sea cosa que en uno de esos saltos, enredes otra vez tu cuerna con la mía. El escudero, se alejó al trote, moviendo la cabeza a modo de saludo. —Filigrana, a partir de ahora, nuestras carreras delante de los perros, serán por senderos y portillos amables y no por trochas estrechas y escarpados desfiladeros, aunque nos muerdan los jarretes.