Allá dónde estés, ya lo pagaste


Filigrana, ¿ves a ese hombre que está quemando el monte a toda prisa, escondido al final del espeso rincón de jaraspetas y aulagas? Ahora saldrá corriendo para recoger la bicicleta que tiene escondida entre las matas, y el viento de levante empezará a soplar fuerte —que es lo que él espera— y enseguida veremos saltar las llamas de fuego monte arriba.

Al instante, la gruesa columna de humo alcanza las copas de las encinas que tardaron siglos en hacerse, y la desafiante marea de fuego cruzará el otro lado del collado, en un arrollón inesperado que corta la carrera de las reses, mientras brincan despavoridas saltando horcajas y pedrizas en medio de los quemados chaparrales abiertos de terror. Se le podía descubrir a ese cobarde y mal nacido, igual que los hombres conocen por donde careamos nosotros, que habitamos estos senderos del inmenso verde en un paraíso de silencio y paz, incapaces de hacer daño con el fuego a las grandes solanas que el sol dora. Sin embargo por rencillas, envidias e ideas políticas, están acabando con todo aquello donde haya crecido un árbol. —Si la quema se hubiese iniciado cerca de nuestro portillo, estaríamos ahora los dos chamuscados, como la mayoría de los colegas de los montes que ardieron ahí enfrente —venados y jabalíes— que por muchas vueltas que daban no lograron salvarse de las llamas —dijo Candiles tratando de que no se notase su tristeza. —Y qué suerte tuve, señor, cuando salté corriendo al encuentro de aquella cierva con sus dos gabatas que, al ver que yo les gritaba desesperadamente, me siguieron a todo correr en medio del incendio, y pudieron cruzar conmigo el arroyo y escapar después por el cortafuego que habían abierto las máquinas y, una vez fuera de las llamas, todavía volvían las cabezas para que yo les siguiese. Filigrana, temía que por lo que hizo podrían pensar que se lo había inventado, como si aquello no fuese tan peligroso que nadie estaría dispuesto a hacerlo jamás. —Ya lo sé, muchacho. Pero historias como ésta, cuando son veraces, hay quienes no se las creen. Yo me sentí muy orgulloso de estar a tu lado, presenciando lo ocurrido, y que salvaras la vida de aquella familia. ¡No… no lo dudaste! ¡Era tu coraje y eso se lleva en los pulsos de buen escudero! —Vaya —dijo Filigrana—, ahora resulta que hasta usted se siente atraído por lo que hice, ¿verdad? —Intentaré estar a tu altura, a través de las peligrosas llamas que ya vienen acercándose hasta este cerro donde nos encontramos, a una velocidad verdaderamente alarmante —indicó Candiles dirigiendo la vista con más detenimiento. Se le ocurrió la siguiente idea: la de seguir el vuelo de los helicópteros y, cuando abriesen la gran bolsa de agua, cayéndole encima a ellos y a la tierra en llamas y, después de recibir una gran ducha, saltar sobre el terreno apagado, continuando así hasta abrirse más camino con las nuevas descargas. Y dicho y hecho. —Señor, ya viene uno derecho hacia nosotros. —Filigrana, ¡apóyate fuerte a ese tronco y agacha la cuerna para cuando recibas el fuerte chorro de agua y se apaguen las llamas que nos rodean! El ruido del aparato era tan potente y la avalancha de agua imposible de soportar, que se llevó por delante a las dos reses dando tumbos sin poder detenerse hasta caer en una trocha llena de cenizas, y separando a cada uno por su lado, con tal rapidez, que no se veían por parte alguna. ¿Estarían heridos o muertos, al golpearse contra los obstáculos que se presentarían y la velocidad alcanzada por el arrastre del agua? De pronto, apareció Candiles, tambaleándose, que ni siquiera podía mantenerse en pie. El ímpetu de su cuerpo contra todo cuanto arrastraba y su enorme cuerna, le habían servido para amortiguar el confuso revoltijo de troncos y piedras, dando vueltas como si fuera una peonza, partiéndose varios Candiles de su corona. Filigrana, permanecía sin sentido entre el alborotado sendero, malherida su piel de tantos roces y topetazos. Sin perder un instante, Candiles corrió a examinarle. —Filigrana, ¿qué te pasa?… ¡Háblame, muchacho! Se puso en cuclillas, mirándole fijo a los ojos. Acercó la oreja al pecho y ¡qué alegría!, respiraba. Lo inclinó como le fue posible, pasándole la cuerna por debajo del cuerpo, elevándole hacia arriba, hasta dejarle en pie sobre un tronco de haya. —Hola, señor, ¿cómo se encuentra? —preguntó el escudero. —Tengo que decirte, que no muy bien. ¿Y tú, muchacho? —Se lo puede imaginar. Por cierto, pienso que no fue muy acertada la idea de lo del helicóptero. —Estoy muy cansado para discutir. Fallaron los cálculos. Filigrana, le dedicó una sonrisa severa por lo ocurrido y asintió con la cuerna. Más tarde carearon por una senda quemada de chaparros, que aún humeaban y, seis brigadistas que refrescaban sus bajeras, se les quedaron mirando de lo negro que iban. Candiles, escuchó decir a un pastor, que el individuo del incendio acabó quemándose sin que nadie pudiera hacer nada por impedirlo. Recibió el castigo que merecía, al intentar escapar de un golpe de calor que le alcanzó de lleno, lanzando un grito que sonó en los montes como el aullido de un lobo. Un cielo enrojecido calmó el viento durante la noche, aunque, a fin de cuentas, ya no importaba. Solo el silencioso llanto de un labrador que veía arder su casa, agotado después de haber librado una encarnizada batalla contra el fuego, que devoraba todos los bienes y recuerdos de su dura vida. «En lo que va de año, los incendios han quemado en España más de 150.000 hectáreas, y la mayoría provocados».
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