No lo supo hasta que le ocurrió


Las aguas del arroyo son como los espejos. No mienten. Filigrana, al mirarse en ellas, vio que le faltaba una de sus dos cuernas. Pegó un respingo y volvió a mirarse de nuevo. Jamás lo hubiera podido imaginar. Era como un Unicornio, con un solo cuerno en mitad de la frente.
Ante su asombro, dolido como si aquello fuera un simple accidente, la curiosidad estaba empezando a intranquilizarle. Con la otra cuerna, echada hacia atrás, alargó la pata para acariciarla. Pensaba que podía habérsele enganchado entre la hojarasca cuando el día anterior corría delante de los perros que dieron con sus rastros, pero regresó con ella intacta y, sin embargo, en esta ocasión, sin saber cómo, sin sentir dolor alguno, pese a recorrer la umbría del portillo delante de Candiles durante el careo de la mañana, había perdido una de las dos y, en cierto modo, era como si no tuviese la fuerza y el vigor de antes. —Bueno, ¿y qué me ocurrirá ahora? —dijo, obligado a caminar con una sola cuerna. Sentía curiosidad por ello y, sin saber nada de la otra, miraba con profunda turbación entre las trochas de jaras por donde podía habérsele caído, por si la encontrase, y seguía sin saber nada de lo que le había ocurrido. Como era de esperar, Candiles le observaba desde hacía rato y se tomaba a broma su sorpresa. Tenía que pasar la vergüenza de verse con una sola cuerna, y las hermosas ciervas que le miraban en silencio reconocían que su buen parecido dejaba mucho que desear. ¿Qué podía hacer? —Ven, Filigrana. Acércate, y vamos a hablar de lo sucedido a tu cuerna —era la voz de Candiles, luciendo orgulloso su enorme cornamenta. Le miró medio complacido y no acudía de buena gana. Balbuceó algo, sin encontrar las palabras. —¿Se puede saber por qué estás sorprendido? —¿Por qué? ¿Acaso no se ha dado cuenta que me falta una cuerna? —Pues claro que sí. Quiero que sepas que la muda de las cuernas de nosotros nunca duró dos berreas. Por eso, en este tiempo, se nos caen por cualquier ribazo o pizarral del monte y nos quedamos mochos, como ciervas. —Por lo que veo, no caen las dos al mismo tiempo ¿verdad? —dijo con voz apagada. —Pues, no. A la naturaleza le da igual dónde caigan. Lo importante es que salgan fuertes y más crecidas que antes, adquiriendo con ello mayor fortaleza y presencia. —Bueno es saberlo. Me figuro, señor, que mi cuerna que ahora es de horquillón, dentro de poco será la de un ciervo de más de cuatro puntas —hizo una pausa—, y a lo mejor cuando me vean con usted por la sierra, dirán: ¡Vaya escudero que lleva el mejor venado de Sierra Morena! No es tarea fácil, esperar a que se cayese la otra, pues acostumbrado a mantener el equilibrio con las dos, no hay fórmula ahora que evite las caídas sobre pedregosas revueltas, rodando en ocasiones y levantándose a rastras. En la primera ocasión que se presentó, le dijo a Candiles: —Maestro, ¿para cuándo espera usted perder su cuerna? —A mí me ocurre algo muy especial con mi desmogue. En cuanto noto que se me van a caer, me entran unos temblores por el cuerpo, y así me viene ocurriendo a lo largo de los años. Esto no es como el parto de las hembras, que más o menos saben en qué luna nacerán sus crías. Y es en primavera cuando a nosotros se nos empiezan a caer, como a ti te ha ocurrido hoy, sin poder disimular tu orgullo, en tan temprana edad, hasta que con el tiempo acabarás acostumbrándote. —Dicho lo cual —no será un regalo lo que recibamos— pues tengo entendido que cuando usted pierde su enorme cuerna, se refugia avergonzado en la maraña más espesa del monte, y allí permanece oculto, mientras que a fuerza de calenturas y dolores le va creciendo de nuevo la cuerna hasta llegar a sus elegantes Candiles. —Deseo, querido Filigrana, que tu desmogue sea digno de todas tus fuerzas y te haya crecido, en cinco meses, más fuerte que ahora, para cuando en septiembre con las primeras lluvias se inicie la berrea y, con el celo, tengas que luchar con otros machos para ganarte el amor de las ciervas que te acompañen. Cuando empezó la tormenta al atardecer, las dos reses iniciaron su caminar hacia la umbría de La Sepultura, para ocultarse en ella al margen de miradas y comentarios de los demás. De repente, oyeron la voz de una cierva que llamaba con insistencia a Filigrana: —Vuelve. Te ruego que vuelvas. Vuelve de la manera que sea, incluso sin tu cuerna… Era su amiga, atrapados en la embriaguez del amor, con la que gustaba pasear muy temprano la alameda del portillo que esparcía una densa bruma de felicidad. Hacia el interior, la llamada fue evaporándose. El escudero apenas se movía y tuvo Candiles que empujarle para que siguiera caminando. —Pienso que un día como éste sólo ocurre una vez en la vida.
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