Es como si me considerase un amigo


Al verte, Candiles —mi señor del serrallo— tengo tal gozo con aquel disparo que no pude hacerte a tan solo quince pasos, en la montería del Hoyo de Mestanza. No olvido al recordarte la amistad entre nosotros, y bien merecería la pena correr el riesgo de seguir tus andanzas por Sierra Morena de Andújar.
Pienso que los monteros que te conocen, al leer tu libro, desean que sigas careando tus rondas de honda soledad y te dejes querer por las criaturas, igual que una paloma en la hierba fresca. Estás tú —con toda la fuerza de tu viril presencia— en la pureza del recuerdo que abre las veredas cada día, detrás de las chaparras o cada rama, como un obligado amigo que enciendes con tus candiles los tamujares del río, decidido a abrir el portón de las alambreras para que los bravos machos enjaulados reclamen a nuestras hembras por todos los portillos, frente a la raya abierta del monte. ¡Y por qué no decirlo, que cuántos más rastros dejas, más te enredas en mis ojos! Y a propósito, deseo confesaros que me siento orgulloso de mi pasión por la montería y cuando recibo en la distancia aquellas palabras que me dedican los buenos monteros, mis pulsos se vacían en un verde abrazo, donde el tomillo, los jarales, las amapolas, esconden rastros por los repechos. Como me dice, el montero Ignacio Moro, comenzando el año 2012: «Unas líneas para darte la enhorabuena por Candiles. He disfrutado de verdad leyéndolo estas Navidades. Lo he encontrado precioso y que gusta a los que nos gusta la caza y el campo, ver la película dentro de la mancha es maravilloso, el olor a jara más intenso, alegre y también muy dura… pero que cierto es que los verdaderos cazadores respetamos los montes y la caza y además nos alegramos de que Candiles siga vivo. Las casualidades de la vida, yo no estuve en el puesto 18 de la cuerda del Hoyo, pero si he estado cazando muchos años muy cerca del Hoyo, en la solana del Toledano de Manolo Yllera yendo por las mañanas al Tamaral a por el pan, así que le he puesto imagen a Candiles y al puesto 18 ya que paseé hace unos cuantos años por el Hoyo. Tengo una asignatura pendiente que resolveré, la de conocer Sierra Morena…de la que transmites tanta pasión en el libro». Nunca hubiera pensado, el día que se me ocurrió escribir su vida cuando nació de amanecida en un prado de los Chopos del Encinarejo, que consiguiese la fama que pueden imaginarse. De lo cual yo me alegro porque no podía suponer qué, paso a paso, detrás de él, siguiéndole por las anchuras de la sierra infinita, conseguiría ser el más grande y perseguido venado que puedan imaginarse. Y además, para demostrarles, qué en ocasiones hablo con él, me complace ofrecerles una de nuestras conversaciones y otras también con su madre. Para sorpresa mía, el cervatillo me preguntó con calma: —Oye, amigo. ¿Cómo va el libro? —Aquí me tienes cervatillo, frente al papel, siguiéndote por donde carees —le respondí con una expresión inquieta en mis ojos. —Esto de escribir no tiene que ser fácil, ¿verdad? —Ni te lo puedes imaginar. Pero es sin duda la única manera, si me es posible, de relatar tu vida por estas agrias serranías. —Venga. Paciencia y adelante. Levantó la mirada al cielo y se mordió ligeramente los labios. —¿Puedo saber qué vas a decir de mí? —Pues contar tus andanzas mientras carees estos cerros clareados de jaras y sencillos de andar. ¡Ten mucho cuidado! ¿Has oído? —¡Por supuesto! —respondió con voz convincente. Estaba viendo la magnitud de la tarea que tendría por delante cuando siguiese sus pasos bajo los cálidos rayos del sol, o del aguaviento inesperado, agudizando cada vez más mi oído para tenerle localizado por las veredas de encinas, a punto de perderse entre los espesos jarales y en ocasiones no poder anotar en mi libretilla cuántas cosas le preguntaba a su madre, entre alegres saltos de potro, qué es para contarlo. —Madre. ¿Quién vive en esas matas oscuras? —preguntó con cierto tono de curiosidad. —Es la cama de un jabalí que tiene cerca la gatera, por donde se cuela al atardecer en las huertas de Las Viñas para hozar dulces raicillas —dijo, al tiempo que le empujaba con suavidad. —Ah, ya. ¿Y es muy mayor? —Se dice por estas lindes que mueve las jaras con sus jamones y no hay colega que se le resista. Ayer noche, hirió a uno de ellos, tan sólo porque no se apartó de esta vereda que ahora llevamos nosotros. —¿Me parece ver al fondo un bulto negro? —exclamó sorprendido. —¡Aligera niño, no sea cosa que se enfade y haga por nosotros! Nos alejamos sin mover una matilla y después escuchamos castañear sus navajas. Cuando de nuevo nos reunimos, estábamos en el sopié de un soleado bastión roquero y el aire soplaba fuerte entre los olivos. —Espera un momento, pequeño. ¿Ves aquél peñasco que sobresale por encima del encinar? —señaló a lo lejos. —Sí, mamá. ¡Y qué grande es…! —Le llaman El Peñón de Rosalejo, y allí conocí a tu padre durante la berrea, al final de una pelea con otro macho que casi acaba con sus luchaderas. Pero le venció y yo me marche con él y con las catorce jovencitas que traía enamoradas desde el valle de La Centenera. No sabría decir en cuál de estos casos —ya fueran de alegría o de curiosidad—, no hacía más que mirar y le encantaba preguntar, una y otra vez, todo aquello que le resultaba extraño. Como escuchar el suave rumor del goteo de las chorreras después de la tormenta; la arrancada fuerte de dos guarros como una marea desafiante; la entrada y salida de los rabilargos de las horcajas a las pedrizas, y una hoja sobre las jaras que para él es una alerta en el silencio reinante y hasta cuando galopa sin confiarse por un rasillo de mucha querencia en los últimos enebros de la barranca. —Madre, cuando crucé el arroyo me he visto en sus claras aguas. ¡Qué maravilloso! —Estas corrientes de agua, vienen de río Jándula que nos da de beber a las reses —se apresuró a asegurarle. Continuó su camino hacia la mitad de la linde. Cerró los ojos y trató de concentrarse, al tropezar con parte de una cuerna casi enterrada entre las piedras del breñal —¡Ay! —dijo en el momento que descubrió la roseta tajeada, Pasó la lengua por los labios y tragó saliva, dirigiendo la mirada a su madre, justo en el momento en que ella soltaba una carcajada, dirigiendo la vista precisamente hacia la solitaria asta. —Sí —dijo sin pestañear— procuraré hablarte con calma y que me entiendas. Entre tus patitas tienes parte de la cuerna que tiran cada primavera nuestros machos, como te ocurrirá a ti cuando seas mayor. —¡Ah, sí, pero…! —¿Quieres que mañana hagamos un recorrido y verás más defensas esparcidas por los regatos de hozaduras frescas. El cielo estaba abierto como una herida y los venados feos y mochos —como ciervas viejas— cedían el careo del encame. Y la sierra sorprendida se para a ver si es verdad, que los desmogues cubren rañas de juncias y carrascas. —¿Y tú, cómo sabes tanto, mamá? —No lo creas —respondió comprendiendo que la pregunta era muy ingenua—, para vosotros representa perder el coraje. —¿Y eso cómo es posible? —Mira pequeñajo. Jamás una cuerna duró dos berreas. —Oh, vaya, ¿Y qué es la berrea? —¡Me cansas! —¿De veras? —se echó a reír. —No, hijo mío. Será mejor que yo te lo explique —su voz era ahora más templada— es que, cuando llega el celo, peleáis unos contra otros, alborotando el monte con vuestros gritos y haciendo chocar violentamente las cuernas. El cervatillo se quedó pensativo unos segundos antes de preguntar: —Humm. Y el celo, madre. ¿Qué es? —Con el tiempo lo sabrás, mientras las ciervas se acercan por todos lados. —No te entiendo. —Apenas hace poco que naciste y ya quieres saberlo todo. Me dispuse a pasar en limpio los apuntes que tenía en la libretilla, y estaba cada día más convencido de la importancia que tenía el seguirle, sin correr peligro de que le hiciesen daño. Estaba convencido de que me complacía ayudarle, a medida que lo necesitase, y no podía mantenerme alejado hasta pasado más tiempo, y pudiese caminar por los montes siguiendo sus consejos y advertencias. Una mañana no dejaba de contemplar los senderos cubiertos de jaras y exclamé: —¡Qué hermosos…! —Buenos días, hijo mío —dijo mi madre—, es increíble cuánto has crecido. De repente, ella eleva el cuello y distingue a un perro que desde hace un rato nos viene siguiendo. —Pequeño, amágate entre esas matas. Voy a esquivar a ese canalla como me sea posible. Si todo va bien, más tarde escucharás mi llamada y te reúnes conmigo. —¡Qué miedo, madre! ¡Por favor, no me dejes solito…! —dijo, poniendo rígidas las orejas. —Por lo que más quieras, no hagas ningún ruido. Adiós mi amor. Al pasar cerca, sentí su endemoniada respiración y las hileras de lagrimones resbalaban por mis mejillas. Al cabo de varias horas enmudeció el monte y empezaron a llegar grajillas y jilgueros de los verdes campos de labrantía. La sierra encendida ayudó a mi madre a librarse de aquella insistente persecución hasta conseguir alejar al perro por los aledaños de Valquemado. Más tarde, un poniente frío, cruzó bajo las pezuñas y escuché sus pasos y su agradable ladra. —Bueno cervatillo, ya ha pasado todo. Te has portado como un ciervo grande. Me calmó acariciando su cuello sobre el mío. Le sonreí y acurrucado bajo su pecho, empecé a mamar desesperadamente. Y allí estaban los dos, entre los matacandiles tempraneros que perfumaban las nubecillas de vapor. Desde muy lejos, llegó a sus oídos la llamada de otra cierva reclamando a su cría. He querido traer a estas páginas varios momentos de su vida y dejo extendida mi mano para aquellos que tengan la oportunidad de conocer al ciervo Candiles, mientras siga vivo. Bueno, ¿saben lo que pienso? ¡Que será mejor que caminen a mi vera y vean lo bien que lo pasarán disfrutando del monte sin parar, respirando el penetrante olor de los jarales, junto a mi poesía de hierba, sobre los rastros de todas las querencias! De eso estoy seguro.
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