Aún quedan románticos y lances que recordar


Hay algo que no quiero dejar de referir. Voy a contarlo y no se piensen que lo hago en broma.
Una tarde de regreso con mi armada hacia la Junta de los Escoriales, observamos a un montero de edad subido en un borrico de los de la carne, que llegaba algo retrasado. De repente, un venado rompió por delante de nosotros, moviendo un polvorío de espanto de la carrera que llevaba y saltando desesperado entre los que allí nos encontrábamos. Nuestra sorpresa fue mayúscula, cuando uno de los compañeros empezó a dispararle por detrás de mí, sin reparar en aquella persona que asomaba la calva entre las jaras. Yo me atreví a levantar la vista y empecé a gritarle, al tiempo que le vimos caer del borrico con los brazos abiertos. Llegamos corriendo a su vera, apartando ramas como podíamos, pensando que aquello sería una ruina. Por fortuna todo quedó en un susto difícil de olvidar, mientras que con una respiración jadeante, apoyado sobre el codo, nos miraba sobresaltado. Resulta que una de las balas hirió al pollino en el pecho y, al poner la mano encima y vérsela manchada de sangre,creyó que le habían dado y cayó desmayado en tierra. El caso me dejó tan atónito, que ni siquiera sonreí. Pasó un rato, hasta que por fin pudo reaccionar y rápido sacó el rifle de la funda para dispararle al canalla del tiroteo. —No haga eso, por favor —le dije, recogiéndole el arma de entre las manos—, ya se encargará la Guardia Civil de él. —¡Ese se va a enterar en cuanto lo agarre! ¡No sabe lo que le espera al hijo de…! ¡Me cago en…! ¡Mira que confundir al burro con un venado! —Ea, déjele ya —exclamé. —Maldita sea la estampa del mal nacido —voceaba fuerte. —Levántese y dé gracias a San Huberto, que no le ha ocurrido nada grave. Aunque el susto nadie se lo quita de encima. —De acuerdo —convino—, pero en la próxima montería que le vuelva a ver por la sierra, le meto el cargador en las tripas. Será hijo de perra. El mal rato qué me ha hecho pasar —prosiguió, contemplando al borrico sin poder disimular su tristeza, al verle encima del sendero sangrante. El otro, disimuladamente, se fue alejando muy deprisa mezclándose entre los coches allí aparcados. Era evidente que el novato no respetó la Ley de la Montería, que no autoriza a disparar a las reses, una vez acabado el ojeo y mucho peor de regreso en la Junta. Al incorporarse con firmeza a mi brazo, vimos al dueño del animal corriendo detrás del escopetero a más no poder, con un enorme cuchillo de remate en la mano y su voz resonaba fuerte por todo el portillo, envuelto en la neblina. —¡Sooo…! ¡Sooo…! ¡Sooo…! Verdaderamente aquel hombre era un insensato más allá de toda razón. El buen arriero, después de la caminata que se había dado en el borrico durante toda la noche desde Andújar, para llegar a la finca de Los Escoriales, perdió el jornal por la muerte del animal. Para el pobre hombre, ya nada parecía tranquilo y normal, pues todo tenía un aíre perverso. El sólo hecho de cabalgar en otra bestia prestada, de regreso a su casa, suponía que aquella situación lo tuviese sumido en la tristeza y que le acompañarían otra noche las nubes y las estrellas. Se acercó a mí el guarda, esbozó una sonrisa y me dijo: —¿Autorizaría usted —como capitán de sierra— la recogida de algunas pesetas, dado el número de monteros que están entre nosotros y que son conocedores de lo que le ha ocurrido a ese hombre? —Considero, Rafael, una buena idea. Ahí van cien pesetas mías en tu sombrero para animar la colecta, y ojala podamos comprarle otra bestia de las que quedan amarradas en la tapia. —Pues vamos a intentarlo. Algunos miraban al guarda con gesto fruncido y las cejas arqueadas, cada vez que pasaba por delante con el sombrero extendido, pero algo daban… Al final se recogieron tres mil quinientas pesetas, dando cada uno lo que pudo, incluidos también los perreros, postores y algunos más. Me alegré ver al amo de aquel borriquillo, montando un mulo, en medio de la reata de bestias camino del atajo que acortaba distancia hasta Andújar. Era un hermoso atardecer, de esos que disfrutamos algunas veces en estos meses de montería en que regresamos empapados de solanillas del sotobosque, y las criaturas cesan su careo bajo los parpados sorprendidos de la noche de mucho respeto. Filigrana, que vio desde lo alto del portillo el jaleo que se armó en la Junta con lo del borrico, se movió despacio en el jaranzal que le ocultaba y dejó entrar en él al venado Candiles. Luego entorno los ojos para dormirse, en el instante en que escuchó de lejos éste fandanguillo, en la voz de uno de los muleros:
Está latiendo en la umbría. Seguro que es a un cochino que se encamó al ser de día junto al horcajo de un pino.
San Huberto, te lo ruego, no permitas que todo lo que nos rodea, se convierta durante el resto de nuestras vidas en un enfrentamiento de las criaturas con la muerte, donde la emoción en flor despierta, arropa senderos bajo brisas, y la sierra, extrañamente tranquila, escucha la copla de un hombre por encima de todo lo demás. Imagino que la curiosidad de Filigrana era tal, que no hacía más que mirar entre las matas que le ocultaban, por si aquella voz viniese del cielo.
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