Los riesgos de las monterías hoy en día


—Cierra los ojos, Filigrana, y cuando vuelvas a abrirlos, trata de mantener firme la mirada entre las veredas del portillo, mientras arrancan desplegadas las rehalas y escuchas las alegres cencerrillas que encienden mil guijarros sobre el oscuro brumoso de los baldíos, donde los jarales esconden reses por las frondas de chaparras, hasta las más ocultas rehoyas del tronchado cortadero.

—Tragué saliva, al recordar este relato de mi maestro Candiles, del que gustaba contarme en ocasiones. Sus palabras sonaban alegres en mi oído y yo me fundía con ellas. Corre el fresco, apretándose en los montes y tiene castañas carear por las trochas enfangadas, tratando de no alterar el silencio de una mañana recién nacida de octubre en Sierra Morena de Andújar. —Por muy extraño que parezca, cuando acuden los hombres a la sierra, ocurren cosas que bien merecen no ocultarlas y algunas al contemplarlas te dejan boca abierto y con buena calentura. —Cuéntemelo señor —dijo Filigrana, para prestar más atención a sus palabras. —Claro que sí, muchacho, y es lo que ahora voy a hacer, antes de que se corra la voz… porque no habían más testigos que el secretario que le acompañaba y otro montero en línea con él, que no hacía más que mirarle desde su postura, tratando de averiguar sus intenciones. Hizo una pausa, riendo por lo bajo. —El organizador, antes de iniciar la montería de Valdelagrana, dio a conocer las oportunas instrucciones de siempre desde el fondo de la mesa donde se hallaban las papeletas del sorteo. Habla de jabalíes sin cupo, que no se tiren a las ciervas ni a los varetos, y por supuesto no tirar a los visos. En la Junta se veían algunos monteros con el hábito demasiado nuevo que prestaban más atención en guardar la compostura, que en atender a las palabras del orgánico. Ni había probado las migas, pues los nervios los tenía clavados en la barriga, pero un par de copas de anís de Rute, se le vieron entre las manos. Con la prontitud que da la experiencia, el organizador de muchas monterías fue dando salidas a cada una de las armadas, mientras las rehalas esperaban la suelta acollaradas en el relente de aquella mañana y daba gloria salir al monte. El montero llega al puesto y antes de abrir la silleta, va sacando la colección de armas que se ha llevado, y por supuesto colocadas en batería encima de las matas, para utilizar la escopeta o el rifle adecuado según la res que viniese. Pero lo normal fue que entretenido en esta operación, el buen guarro ya se le había colado por lo sucio y no pudo hacerse con él. No tardará en colocar el trípode para asegurar el tiro, bien apoyado, para que el visor le indique en la cruceta el lugar más acertado del disparo sobre la res. Terminado el estudio del armamento. En un gesto teatral coloca las balas según el calibre de cada una, y se cuelga en el cinturón un cuchillo de remate. Después sintió curiosidad por ver el tiradero que tenía y, una de las veces, por el rabillo del ojo ve al montero de más arriba que le hace señas con un pañuelo blanco.
Como es de suponer, éste no le hace ni caso. ¿Y piensa el montero? —Oye, muchacho —le dice al secretario— ¿Se puede saber qué coño hace el vecino sacudiendo ese trapo blanco, porque el listo nos va a espantar lo que venga? Anda, y ve a decirle que se esté quieto, y que cómo siga dándole al trapito, por aquí no va a entrar nada. —Señorito, si lo que está haciendo el montero de arriba es indicarle por señas, con el pañuelo blanco, la posición de su postura y estén viéndose ustedes y no vayan a tener un accidente. Ah, pues bueno. Y sacando el pañuelo —por supuesto de camuflaje— le saluda con mucha educación. ¡Qué pesado, igual piensa que no le veo! ¡Pero hombre, si le estoy viendo perfectamente a través del visor! —Mire, Candiles, acaban de soltar las rehalas y menudo jaleo que traen ya los perros —exclamó el escudero, pendiente del encame donde se encontraban. Y la voz del perrero anima el monte y grita a todo pulmón para que suene más fuerte. —¡Por aquí va! ¡Le ha pasado el cochino a dos pasos! ¡Arriba, machejo… alé… alé! ¡Alé, valiente con él! —Filigrana, vámonos de aquí, como sea, y nos colamos en la otra mancha, que hoy no la montean. Éste portillo está poniéndose peligroso para nosotros, ¿vale? —Bueno, pero ¿seguiremos viendo a ese hombre sin llamar la atención? —Me parece que te estás divirtiendo con los preparativos del novato —dijo Candiles—, corriendo a más no poder detrás del escudero, cuando ya se acercaban ladrando las rehalas que daban miedo, moviendo un polvorío de espanto y un jaleo al arrimarse a la barranquera de los cochinos. De pronto nos estremecimos al escuchar el monte que parecía que se le venía encima a aquél hombre. Muy nervioso no acierta a decidir que arma ha de seleccionar. A todo esto, las reses ya están bajando, y una guarra grande con cinco rayones cruza el cortadero, mientras éste toma su escopeta repetidora y se lía a tiros con la piara. —Por favor, señorito —se limitó a decir el secretario—, que la guarra traía rayones y no se le debe disparar. Pensativo, deja la escopeta en el improvisado armero sobre el chaparro y nervioso se le olvida recargarla. —Mire, señorito —dijo de repente el secretario— al montero del otro puesto le va a cumplir una buena collera de venados que asoman por el claro de allá arriba y ya los está viendo. Y éste, ni corto ni perezoso, escoge el rifle de alta montaña con su súpervisor de 20 aumentos y munición ultra rápida, y comienza a disparar sin respetar la postura vecina. Los venados pegan el tornillazo y, de nuevo sobre sus pasos, trasponen monte arriba. Los perros empiezan a latir enloquecidos el pecho de enfrente y con ellos los rehaleros animándolos entre las chaparras llenas de aguzaderas de cochinos jabalíes. Uno de ellos ha tenido la suerte de encontrarse entre las jaras el cadáver de un ciervo, que debió morir por las heridas de la berrea y como no podía llevarse la cuerna entre los brazos, por lo mucho que pesaba, decidió meterla en el macuto y amarrarla fuerte a su espalda, asomándole la hermosa cuerna por detrás de la gorra. —Candiles, ese colega fue el que vimos el otro día que se comían los buitres y que al espantarlos a nuestro paso sólo le quedaban los costillares y la calavera con la cuerna. —Y esto no es cosa de esos hombres que furtivean en las fincas sin que los vean los guardas, no. Si estos matan una res se la comen, o la venden, o la regalan, pero dispararle y no pistearla y dejarla entera en el monte, eso vete a saber quién ha sido. Delante del puesto de nuestro montero, abajo en el hondo del barranco, el valiente navajero está rodeado de perros vendiendo cara su vida. Y por la trocha más rápida, baja el perrero al agarre por el montarral de jaras y con un tropel de escándalo. El montero que escucha el monte y ve aparecer aquellas palmas por encima del espeso jaral, toma su escopeta y se encara rápido a la res. Todo fue un segundo en apretar el gatillo, no salir ninguna bala, pero eso sí, salió al claro el perrero con el cuchillo en la mano y la cuerna a su espalda. —Ha querido Dios que este lance se pueda volver a contar —le susurra al oído el secretario. Al final de la montería, cuando ya se marchaba de la finca en el flamante todoterreno, le preguntó el organizador: —¿Qué tal se dio la cosa? A lo que el montero —de los que dicen que tienen mal fario— respondió: —Pues me han entrado una piara de jabalíes y dos ciervos, pero no he visto ningún viso. Ahora bien, por lo que a mí se me alcanza, perros y perreros bastantes, todo el día entre el monte, para arriba y para abajo.
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