Los perros


Candiles tenía razón; se hallaba preocupado y confiaba en que no tuviera que saltar precipitadamente de su encame como en otras ocasiones. Era tal el jaleo en el monte, que un temblor de escalofrío recorría las patas de Filigrana, pendiente de las ordenes del ciervo Candiles —qué también había cambiado de semblante— como queriendo alejarse de allí, y le miraba atemorizado, señalando hacia donde se apreciaba la carrera enloquecida de un marrano grande, lanzando perros por los aires que seguían su veloz huida, intentando llegar hasta el hondo del barranco y enmendar el viaje por las trochas cochineras que bien conocía.

Un fuerte aullido fue el anuncio de que ya le habían parado los más duros de la rehala, bregando con ellos y, el muy canalla, ya tenía rajado al mastín verdino, y a tres de los que lo levantaron, en cuanto los vio aparecer. Filigrana, se estremeció al oírle desde su encamadero y cada vez le llegaban más cerca los chillidos, con todos los perros detrás con sus insistentes ladras, que casi le llegaban a morder. Le precedían el eco de los disparos resonando por todo el monte y en ocasiones tuvieron que apartarse repetidamente y observar cómo las balas se incrustaban entre los pinos de la corona del cerro, mientras el cochino malherido iba ya sin fuerzas entre los matujos locos, cayéndose y levantándose como podía.
El mastín, al verle morir, se incorporó con las pocas fuerzas que le quedaban
Finalmente intentó taponarse las heridas revolcándose en el barro del arroyo y no había más que verle saltar arriba y abajo, visiblemente cansado, su fina jeta ensangrentada y una de las pezuñas traspasada por un jaronazo, que le obligaron a acunarse, rodeado de perros latiendo de parada e iluminado por el siniestro resplandor color rojo que cubría la orilla y lanzar las últimas tarascadas, antes de que le rematasen de una certera cuchillada. El mastín, al verle morir, se incorporó con las pocas fuerzas que le quedaban, después de varios intentos por morderle. Era difícil moverse con el dolor de su pecho abierto que le impedía llegar hasta donde se encontraba el perrero José Antonio El Moro, que acudió rápido con sus perros en ayuda de Marieta, que acababa de pincharlo. Ella, al ver al mastín herido, levantó las manos ensangrentadas hasta la cabeza, asombrada del estado en que se hallaba el animal. —Ven aquí, Careto… tranquilo… que este mal nacido ya no volverá a rajar a más perros. Durante largo tiempo estuvieron cosiéndole las heridas junto a la lumbre de encina, mientras lamía las manos que sostenían la aguja con la que iban cosiéndole su piel desgarrada. Pareció decirles: «Gracias…» sin poder añadir más. Y en aquella serranía enmarañada, testigo de cuanto allí sucedía, otro cochino de mucho porte hacía escuchas a lo que viniese en la soledad de la umbría, a pesar del mal recuerdo del colega que murió en feroz lucha frente a dos rehalas y dejaría grabada su marca de valiente entre las horcajas que los gorrinos grandes tronchan en las amanecidas.
El crujido de unas matas alertó a Candiles, pensando que algunos perretes podían estar cerca de la linde de los pinos siguiendo las pistas de las dos reses y, seguramente dentro de poco, al primer jay que latiese, una telaraña de rehalas alcanzarían su encame en un caos y confusión inevitable, obligándoles a huir de los jarales que les ocultaban. Con la rapidez que pudo, Filigrana, saltó de repente delante de los mismos hocicos de los primeros que llegaban, alertando a aquellos malditos al galopar con sus débiles patas entre los tamujos del monte. Mientras, Candiles, permanecía escondido y aquellos, guiados por su fino olfato, seguían las carreras y revueltas del escudero, cubierto de vapor de sudor, intentando sortearlos con regates largos, imprimiendo a cada brinco mayor velocidad para que no diesen con el rastro del venado que continuaba en el hondo de los manchones, abrigado por el montarral y pendiente de las carreras del escudero al pie de las rocosas cimbras, entre la marea de perros que no podían con él, en medio de una nube de ramas y bandadas de rabilargos asustados. Minutos después, aquellos perros, guiados por su olfato, divisaron a una collera de venados, mostrando sus hermosas cornamentas, y cambiaron el viaje persiguiéndolos enfurecidos, lo que le permitió a Filigrana alcanzar el cortadero por donde ya habían pasado los perreros con las rehalas y llegar al encuentro de Candiles. Alguien acababa de disparar por la orilla del carril. Filigrana se quedó mirando y con un suspiro vio rodar por tierra a los dos venados que los perros perseguían antes y que los alejaron de ellos. Casi sin respiración alcanzó la orilla del río Jándula, donde se refrescó entre los disparos de los monteros y una brisa del sur que acariciaba las ramas de los quejigos, como preguntándose cuánto iba a durar todo aquello. Cuando terminó de beber, se irguió, acarició el cuello con unas hojas de labiérnago y relucía con luz angelical. —¡Bueno, muchacho, hoy te has ganado bien el jornal! —le dijo Candiles con sincero sentimiento de gratitud. Filigrana no le contestó. No tenía expresión en el rostro; no parecía asustado lo más mínimo. Sus ojos estaban muy abiertos. Muy abiertos… De inmediato los dos se alejaron entre los crestellares de un perfumado sendero de innumerables rosales silvestres, hasta alcanzar el prado amable de Los Chopos del Encinarejo. —Nunca sabré —dijo Candiles— cómo un escudero, en su primer encuentro con los perros, consiguió alejarles de mi lado y cómo regresó junto a mí, cuando apenas podía ver el lugar tan alterado en que se había convertido todo aquello. Y Filigrana, contestó de inmediato. —Mi señor es muy poderoso y nadie podrá hacerle daño, a pesar de los peligros que le acechen y yo pueda evitarlos. A Candiles, el corazón le estallaba de gozo, haciéndole una burlona reverencia.
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