Ancares… olor a humo, frío y caza

Fue al amor de una lumbre, en una de esas noches frías de claro de luz de luna, si cabe, exageradamente aumentado por el reflejo amoroso de las cumbres blancas de Ancares.


Nunca he visto una noche tan clara en la aldea de Piornedo, a juzgar por la opinión de Manolo Rodríguez, celador de la reserva, es bastante usual semejante desfile de estrellas en el orbe de estas emblemáticas montañas lucenses.
Más cerca del suelo y de sus miserias mundanas, éramos capaces de distinguir los pesados cuerpos de los mastines. Con su cansino paso, típico de quien hace su nocturna y diaria ronda, parecían querer delimitar un perímetro de seguridad que llegaba a las cercanías de una palloza. Distaba la edificación en cuestión, cerca de unos trescientos metros del acogedor hotel de Piornedo; desde su puerta podíamos contemplar la ancestral choza con toda claridad. Su techumbre de paja de centeno brillaba con extraños ribetes metálicos, exagerados quizás por el juego de luces que el humo, engendrado en su lareira, matizaba al trasluz de la obscenamente colosal luna. Un puñado de gallegos de las Rías Baixas habíamos cruzado Galicia en pos de la promesa de poder ver corretear algún cochinete entre las vertiginosas quebradas que los ríos de esta tierra parecen tajar en roca viva. TIERRRA QUE REZUMA VIDA Todo aquí es vida, si la inerte roca parece tenerla, cuanto más no la tendrá el agua. Ese agua que se entrelaza con la peña, hibridándola en caprichosos carámbanos de hielo. Esta es una Reserva Natural, donde el Homo Montañensis, aun no ha desaparecido. Es esta una especie que aun estando en claro peligro de extinción no parece importarle a ninguna de nuestras administraciones que desaparezca, poco a poco y en silencio. Es la pleitesía que se ha de rendir desde los salones del poder, al hambre de posesión de la verdad que tiene el ecologismo urbano, esta raza de humanos fundidos con la montaña, no se halla en su catálogo de especies amenazadas, siendo como ha sido y como sigue siendo el mayor guardián del ecosistema a través de sus usos agrícolas y ganaderos tradicionales.
La noche avanza… y el último grupo de monteros que faltaba por llegar estaba entrando al gran salón presidido por la chimenea. Llegaron justo al borde del jarro de la paciencia de la cocinera para servirles la cena. No habiendo mesa sin sobremesa, no es de extrañar que la tertulia posterior se inclinase por la mención de lances cinegéticos. Muchos de ellos llegaron a ser auténticos relatos novelados dignos de ser recogidos en cualquier tratado medieval. Ante tales gestas y exageraciones, se echaban de menos juglares y poetas que pudiesen cantarlas. El sueño se hizo escaso, el amanecer había despuntado con la llegada del resto de los compañeros que faltaban. Una llamada de teléfono hizo que nos relajásemos, pues en aquellos lares los madrugones sólo son para los perreros, los cuales previo a la suelta, habrán peinado el monte con sus perros de traílla con la intención fijar con seguridad el lugar de encame de los cochinos que pueblan el coto. AL AMANECER El amanecer nos sorprendió con pocas horas de sueño en nuestras espaldas, de cualquier forma el madrugón no era necesario. Ese día la cacería se realizaba emplazando, no a la suelta como suele ser común en cualquier montería, con lo que mientras situaban alguna pieza con el sabueso atraillado, nos dio tiempo a curiosear y descubrir una aldea que además de un auténtico museo etnográfico con sus típicas pallozas y hórreos, nos mostró una riqueza cultural que en nuestro ámbito cinegético ya solo queda vivo en la generación de personajes como el Sr. José da Casoa. El frío de la mañana escapaba de nuestro pescuezo con cada una de las impetuosas caricias con las que el sol nos regalaba. Subí hacia la aldea acompañado de Manolo, el celador de la reserva. Cuando llegamos a las inmediaciones de la palloza nuestros ojos se espetaron en las lenguas de humo que salían por entre los intersticios de la paja de centeno que por cubierta tenía la magnífica edificación. Ese mismo humo había despertado mi atención la noche anterior desde las puertas del pequeño hotel. Aún de mañana seguía señoreándose entre los pináculos de aquellas medievales construcciones. El señor José da Casoa nos recibió con la amabilidad propia de las gentes de la montaña, algo que he percibido como un común proceder por parte de quienes están acostumbradas a darse mutua ayuda, y más en ambientes tan rudos. Al entrar quedó resuelto el misterio de la persistente humareda. De las viejas vigas de la palloza, justo en la vertical del pote, bajo el que ardía una escasa y contínua lengua de fuego se encontraban, perfectamente alineados, una colosal formación de jamones, chorizos, botelos o androllas. Pacífico ejército de viandas que se oreaban y curaban sus humores a golpe de humo de carozo de maíz. CHUZOS, JABALIES Y CORZOS De entre todo aquel conglomerado de utensilios medievales, mis ojos pronto fijaron su atención en varios chuzos y calaveras de corzos y marranos, que a modo de tótem propiciatorio, colgaban de la columna central de madera, soporte principal de la techumbre.
El señor José clavó sus vivarachos ojos en mí para, en un movimiento cómplice, proceder a bajar el que había sido su chuzo y orgullosamente espetarme: —Mucho ha cambiado la caza, antes, cuando yo era apenas un niño, en todas las pallozas de la aldea, había un chuzo por cada hombre que habitaba dentro, este era el de mi padre. Pueda que los de ciudad como usted no se lo crean, pero con estos chuzos se cazaban antes más jabalíes que hoy en día. Hoy todo son rifles, telescopios y todoterrenos. Antes no había eso, éramos muchos más en la aldea, y cuando la nieve ganaba mucha altura y ni el jabalí ni el corzo se podían mover bien, los hombres de la aldea salíamos a buscar su rastro en aquel manto de tanto espesor. Menos mal que gracias a las galochas no nos hundíamos en la nieve. —¿Qué son las galochas?… —interpelé a mi contertulio. El señor José me mostró unos zuecos de madera ingeniosamente articulados a modo de efectivas raquetas de nieve. —Con este calzado no nos hundíamos, y entre todos los hombres del pueblo conseguíamos rodear y alancear la caza, que sí tenía la movilidad limitada. —Señor José —le dije—, a día de hoy eso no estaría permitido pues no se consiente la caza en día de fortuna. —Eso es a día de hoy… —dijo—; yo recuerdo que hasta que se murió Franco nuestra vida apenas había cambiado, coincidió en aquella época que empezaron a aparecer nuevas modas, nos cambiaron las normas para la caza, al tiempo que nos lo cambiaban todo. Serenó el señor José su rostro un rato para añadir… —¡La culpa fue de los veterinarios!… Sí… sí… de los veterinarios, no me mire así. Ellos llegaron cuando se murió Franco, antes nunca los habíamos visto. Llegaron y con ellos llegó el fin de nuestra cultura, primero nos dijeron que no sabíamos cuidar las vacas, nos convencieron para estabularlas en grandes explotaciones, y cuarenta años después aparecen estos señores «del pendiente» y de los pelos largos y nos dicen que lo de antes era lo que estaba bien, que era más ecológico y nos dicen que tenemos que cambiar de nuevo. TIEMPOS QUE NO VOLVERAN —Supongo que la caza se vivía de otra forma en aquellos tiempos —le dije. —Claro… hombre, claro. Los cazadores salían todos juntos, todos eran familiares y vecinos. La caza se repartía entre todos por igual. Lo que no eran todos era igual de atrevidos, muchos se hacían el tonto y dejaban pasar el bicho sin pincharlo, pero también siempre había alguno más osado que no dejaba que se fuese sin perder sangre. Recuerdo que el último que cazó un jabalí con el chuzo fue tu difunto suegro —dijo mirando a Manuel, el guarda de la reserva que me había acompañado en el paseo—. Sí… sí… era un buen bicho, y tu suegro, el difunto de Manuel Romero, lo mató allá por la zona de Furria. Esto tuvo que ser allá por los años sesenta, yo era muy joven.
Una llamada al teléfono móvil hizo que volviésemos a la realidad, al presente. Nos llamaban para que bajásemos hasta un monolito que había en la carretera para la reunión previa a la batida. En el camino de regreso, la conversación con Manolo, el celador, hizo que me percatase de que no sólo habíamos sido testigos del resistir de una edificación prerromana y de su cultura, sino que además tomé conciencia de que fui un afortunado, al poder disfrutar de un auténtico museo etnográfico vivo, esto es, el Sr. José da Casoa al que Dios dé larga vida para que sean muchos los visitantes de su palloza que puedan disfrutar de sus vivencias como lo hicimos nosotros. Son ellos, los habitantes de mi amado Ancares, los que con sus usos agrícolas y ganaderos tradicionales han hecho del medio el paraíso que es. De que los economistas y políticos garanticen la viabilidad económica de estos usos tradicionales depende en mayor medida la conservación del medio, de su etnografía y de su cultura. Hasta ahora solo se está confiando en las teorías de los biólogos de salón y así nos va. En estas teorías, no suele encajar el homo montañensis como pieza principal del ajedrez de la conservación y se equivocan profundamente. Publicado en Caza Mayor, septiembre 2009
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