El monte también pasa sed en verano


Filigrana, si alguna vez me alejase de estos montes, ven a buscarme entre los rumores de sus soledades de luz bermeja, aunque hoy el crujido de nuestras cazoletas por los chinos del arroyo seco desafíen el polvo que se levanta cada vez que damos un paso adelante y nos hacen perder el equilibrio —dijo Candiles, escarbando la tierra con las patas, en una sensación de aturdimiento.

Su voz sonaba muy triste y apagada, en un día muy caluroso que a penas les permitía poder caminar. —¿Y por qué tiene que ser tan injusto este tiempo? —preguntó el cervatillo, un poco alterado por las circunstancias. —No lo sé, muchacho. Pocas veces soporta la sierra estas sequías, cuando hace unos años las hermosas solanas, desde los barrancos a las cañadas, recibían el agua fresca de las chorreras por los pradillos de cualquier portillo. —Casi no me atrevo a creer que a lo mejor la culpa pueden tenerla los hombres —dijo el vareto y miró al cielo sin nubes. —No lo sé, muchacho. Pero si supiese que era verdad, lo contaría por todos los carriles, aunque al hacerlo me mortificase. Filigrana tragó saliva, sin decir nada. —¡Vámonos que esta solanera golpea fuerte! —aconsejó con el rostro contraído. Y cuánta sed se pasa por estas sierras en unos años así, sin oír gotear el agua de la lluvia sobre las vaguadas vacías de apretados carrizos, cuando en ellas colleras de ciervos refrescaban sus pezuñas y bebían bandadas de torcaces en las mañanas de escarcha.
¡Qué afortunado será el que andando por el monte encontrase el desmogue de Candiles!
Decían por el ventorrillo de La Casa del Perro, que ya iba siendo hora que lloviese y que a lo mejor hasta se podía sembrar centeno. Y entre las rendijas de las tejas, la luz de un velón iluminaba la estampita de la Virgen de la Cabeza, mientras una hermosa jabalina le hacía sombra a seis rayones careando la colina alargada. Siguen secas las nubes y las criaturas registran viejas charcas donde recibir la caricia del embarrado arroyuelo que les daba de beber. ¡Vaya días que estaban pasando…! —Ahora que ya han caído nuestras cuernas por las trochas —se apresuró a decir Filigrana— tengo pocas esperanzas, cuando sea horquillón, de poder presumir de dos largas varetas como yo desearía, pues la mala hoja de estos pastizales que no aplacan el hambre y las nubes grises que no dejan que llueva como corresponde… me parece a mí, que no ando muy descaminado. —Eres un chico fuerte y verás como tu juventud será más vigorosa que tus palabras y orgullosamente te asombrarás de lo bien que te van a crecer y de qué manera lucirán en tu frente —observó el veterano Candiles, como elevaba su mocha cabeza, por donde le asomaban ya dos pequeños botones y corrió a esconderse entre unas carrascas, igual que hizo después el ciervo, intentando ocultar su desarbolada imagen entre los encamaderos de mucho monte. ¡Qué afortunado será el que andando por el monte encontrase el desmogue de Candiles, entre los alisos espinosos o donde crecen los enebros muy achaparrados, o en medio de los tomillares al cobijo de las rocas! ¡Dios qué suerte… y qué envidia!

Una de las veces que los dos ciervos bajaron a beber a una fuente que nacía al socaire de carrizos y pisadas, se toparon de repente con otro colega que sorprendido les dijo: —¿Acaso eres tú el famoso Candiles? —exclamó, presumiendo de su corpulencia. —Y tú, el que todavía está corriendo cuando te advertí la pasada berrea, que si volvías a molestarme con tus berridos, acabaría contigo, y hoy te advierto que lo que tengamos que decirnos en otra ocasión lo dirán las cuernas y el rebaño de ciervas que llevemos. —Conservaré siempre tus palabras, y nadie podrá privarme de la oportunidad de medir nuestro coraje, si el destino no me lo impide y esta sequía no acaba con mis huesos. —Mejor será esperar otro momento, pues de habernos peleado ahora tendría que haber sido a bocados y patadas, y cuidado con el joven que me acompaña, que es capaz de montarse encima de ti hasta derribarte en tierra, y espero que te retires ahora mismo. Filigrana dio varios saltos hasta situarse por detrás de él y no tuvo ni que pensarlo. —Pues, adiós Candiles, hasta más ver —y se alejó cautelosamente sin dejar de mirar por el rabillo del ojo al escudero. —Hay que ver cómo eres, muchacho, seguro que si te hubiese hecho un guiño, te habrías liado a mordiscos con sus orejas. —No lo dude usted. Desprecio a estos forasteros tan fanfarrones. —Jamás hubiese pensado tener otro escudero parecido a Campanillo, pero tú le has superado hoy. —Lamento que la primera vez que podíamos haber entrado juntos en combate, nos hallásemos sin armamento —dijo Filigrana, tratando de que sonriese Candiles. —Yo diría que éste se alejará hacia otros montes y no se acercará más a estos portillos, por la cuenta que le trae… Por curioso que parezca ocurren cosas por la sierra que es difícil que sucedan en las ciudades, y hasta las campanas de las ermitas suenan en estos lugares con otro sonido diferente, y no digamos las del Santuario de la Virgen de la Cabeza, ¡madre mía!, tienen un repiqueteo, que hasta las reses al oírlas dejamos automáticamente de berrear. —Cuando ya tengamos crecidas nuestras cuernas un día nos acercaremos hasta allí —le dijo Candiles. —Me encantará, porque recuerdo que en una ocasión, hace mucho tiempo, yo no llegué a oírlas, pero sin embargo escuché unas canciones que creí venían del mismo cielo, y fue una anciano jabalí quien me aclaró que quienes cantaban eran hombres buenos, que vivían allí y no mataban.
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