¿Por qué los hombres nos hacen estas cosas?


Las sorpresas se suceden al contener el aliento cuando menos lo esperas y suenan a lo lejos ladras en piruetas de carreras temblorosas sobre la confusión fuerte, mientras avanzan dos sombras desoladas, llevándose los mejores perros detrás. Después, con la mirada entre la espesura, el arrollón de monte y la voz del perrero animan el repecho, como en aquellos tiempos.

Supongo que algo hay en los manchoncillos querenciosos que en ocasiones te hacen perder la cabeza y al trasponer a las buenas un risquete, te das cuenta de que a esas horas los guardas de la finca acabaron de cercar la parte de monte que permanecía libre, y por donde corrían delante de los perros Candiles, y Filigrana, y ahora se encontraban atrapados dentro de la alambrera. La voz del escudero le temblaba de cansancio ante aquella situación. —Y ahora, ¿puede decirme cómo ocurrió? Candiles le miró algo contrariado. A fin de cuentas, su experiencia le decía que ya encontraría una solución cuanto antes. —Muchacho, ven conmigo y no pienses más. Resulta que mientras nosotros cruzábamos este portillo, empujados por aquellos perros que tanta lata nos dieron, los de la finca terminaron de cercarlo y nos hemos quedado, por lo que veo, dentro de él, y sin salida. Pero ya me las arreglaré yo para largarnos lo antes posible —dijo contemplando el vallado de alambres frente a ellos. —¡Qué faena! ¡¡Esta mañana hemos elegido el peor rincón de estos contornos!! —Estoy pensando que por las trochas del arroyo que cruza por ahí abajo, hay algunas gateras que han hecho los cochinos para escaparse y veré si puedo levantar alguna de ellas e intentar colarnos por allí. —Pero, señor, por esos boquetes sólo pasan ellos y las alimañas. Pienso que a lo mejor nosotros no podremos. —¡Pues claro qué sí! ¡Ya lo verás Filigrana! —No comprendo ¿por qué los hombres nos hacen estas cosas? —añadió en tono muy serio. —Se trata de un privilegio que tienen algunos para apoderarse de nuestra libertad, como ya te dije en varias ocasiones —añadió, Candiles, acercándose a él. —Estoy seguro que si pudieran oírle, lo tomarían como un insulto y se pondrían furiosos contra usted. —¡¡Pueden decir cuánto quieran!! ¡¡Y no quiero pensar la que armarían aquí dentro los de Andújar, si supieran que me tienen cogido en este cerrajón!! —No consentiré que vengan a por usted y esto tenemos que arreglarlo lo antes posible —dijo con toda claridad. —En peores circunstancias me he visto y nadie podrá impedirme que sigamos más tiempo atrapados por aquí. —¡Puaj, qué asco! ¡Tampoco tengo yo intención de seguir en este gallinero! —Lo sé, muchacho. Lo sé. Voy a echar un vistazo desde lo alto de ese pandero a ver si puedo localizar el cerro desde donde se verá mejor el valle —puntualizó Candiles. Miró a su alrededor y la serranía trepó hasta la lejanía de las peñas desnudas. Se elevó cargándose de viento solano y no movía su mirada. —Y a propósito. ¡Qué suerte tienen otros! —¿Por qué, Filigrana? ¿Por qué…? —Me refiero a lo de la estatua de piedra del jabalí que vimos la otra tarde en lo alto de esa piedra de granito, donde está allí subido. Porque para que siga Andújar, presumiendo de buenos venados, le deben de levantar otra a usted. —Van a pensar en la sierra que estoy deseando que me suban en otra piedra, como a mi admirado Solitario. —Tranquilícese. Comprenda que si le insisto, en éste aburrimiento que tenemos, es porque usted se lo merece. —No seas pelota, muchacho. Eres como lo que decía la etiqueta de la botella que encontramos en la postura de aquél hombre, entre cáscaras de naranjas, colillas y otros desperdicios, en donde recomiendan: agítese, antes de usarla. —¡Una leche! —dijo con bastante cabreo. —¡Anda la osa! ¡Qué ordinario! —respondió Candiles, algo sorprendido. —Discúlpeme. Es qué a veces no sé contenerme, cuando se trata de algo que le afecte a usted. —Bueno, Filigrana —reconoció emocionado el venado—, quiero decirte que el motivo por el que don Jaime de Foxá eligió como protagonista de su libro, Solitario, a un jabalí, fue porque el cochino es la razón de la tradicional montería. —¡Pero! ¡De qué, señor…! ¡Ahora si que estoy muriéndome de risa! —saltó, sin poderse contener. —No hace falta ponerse así. Si yo eso tampoco lo creo. Si la sierra, huele a jara bendita cada vez que uno de nosotros rompe monte con el pecho, levantando al aíre la cuerna sobre los altos jarales y se le sube al montero el corazón hasta las sienes y se hace un lío el pobrecillo que no sabe hacia donde apuntar. —¡¡Ole y ole, maestro!! ¡Pues claro qué sí…! ¡Sí señor! —Y yo, Candiles, desde mi cepa de muchas berreas, puedo decirte que me duele el pellejo y las asaduras de ser cervuno andaluz y que la dicha de las rehalas de bandera, ¡no me confundan con un retaco de guarro…! —¡¡Ahí, es nada!! ¡¡Vaya usted a saber!! —gritó Filigrana, con una de aquellas sonrisas que le volvían loco al venado. —Y es que en esta sierra, donde careamos todos por los mismos senderos, nos respetamos y ayudamos, entre las umbrías de monte fuerte o en los limpios rasos de la sementera, bajo el destello de las estrellas, en las noches oscuras de lobos, en la hora de la espera, junto a los riachuelos de mil trochas bajo los enebros del romero esplendido —respiró fuerte, casi ahogándose de emoción—, ¿qué te parece, compañero? —De veras ¿quiere usted que se lo diga? —Desde luego —insistió él. —Escuchándole, se me han alegrado las pajarillas y se me ha ido el cabreo que tenía. Pero, ya sabe… que lo del jabalí… —Cómo eres, Filigrana. Yo pensaba que ya se te había pasado. En mi vida he conocido otra criatura tan cabezona como tú. —Señor, no se enfade conmigo. Le juro que no lo puedo remediar. ¿Sabe usted, lo que me dijo mi madre en una ocasión, viendo hozar la tierra con su jeta a un gran jabalí? —¿Qué fue lo que te dijo? —Que les llaman los señores de la vista baja. —No esperarás tú que me ría, ¿verdad? —A mi no me diga nada. Eso dicen… y donde se ponga un ciervo bien plantado. Por la veredilla de la cerca metálica, un venadete seguía el cortejo de las ciervas que careaban por fuera. —Vámonos —dijo Candiles, sin poder evitar su impaciencia, viendo doblados los postes de una tronera muy tomada, colándose bajo ella con todas sus fuerzas. Tres veces lo intentó, hasta que por fin cedieron los alambres y consiguió pasar con bastante dificultad, seguido de Filigrana. Estaban cubiertos de arañazos, mientras corrían con el corazón en un puño y sangraban por los jaronazos que llevaban en el cuello. Después se perdieron repechando el sotobosque y no tenían más que patas para correr y correr, con un polvorío que subía por encima de las orejas. Candiles se limitó a decir: —No dirás Filigrana, que no nos estamos divirtiendo, ¿eh…?
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