En ocasiones ocurre que un zorro…


En ocasiones ocurre que un zorro carea solitario por las trochas de la mancha peligrosa que se montea y detrás de él le sigue a cierta distancia un viejo jabalí con aire confiado, intentando despistar al montero que le acecha desde su postura.

Algunos tienen poca experiencia y tan pronto ven asomar entre las matas la fina jeta del raposo, disparan sobre él, y pierden la oportunidad de hacerse con un buen macareno, que al oír el disparo, se vuelve sobresaltado y echa a correr jadeante en huida violenta. ¿Dónde, amigo, tu serenidad y tu temple? A media ladera del cortadero, Candiles y su escudero Filigrana presenciaron la fuerte arrancada del jabalí y la cara del sorprendido cazador todavía con el rifle en la mano, sin atreverse a contemplar al destripado zorro caído en medio de la trocha de ir y venir, tantas veces. —Lo que se han perdido más de uno, viendo cómo trepaba los peñascos guiando al hermoso cochino —dijo el ciervo lamentando la muerte del pequeño carnicero—, y estoy seguro que acompañaría en diferentes ocasiones a otros y al no dispararle al cruzar por delante del puesto, el cochino seguiría sus pasos y en un instante rodaría por tierra. La cosa tenía además un final feliz, porque de repente saltó un venado y sin saber cómo, se hizo con él con asombro y emoción, olvidando por un instante el mal momento que pasó con el vendaval de gritos que lanzaba el cochino al verse descubierto en la quietud del monte entre el cimbreteo de las jaras. Casi increíble, pero cierto.
¿Dónde oiría mi madre aquella voz, qué le diría…?
Hubiera deseado seguirle y estar a su vera después de lo ocurrido en esta tierra solitaria donde el aire huele a romero espléndido y a guarros de bandera, en contraste con otros montes extraños de trémula bruma, chalés en las riberas y árboles en los jardines, sin más animales que rebaños de ganado y perros viviendo de la calle. Cuándo los contemplo de lejos, desde los tamujares de Valdelagrana, miro hacia otra parte y no me atrevo a volver la cabeza. ¿Dónde oiría mi madre aquella voz, qué le diría…? —Usted no se merece vivir en esos montes. Véngase para acá y aprecie estas lomas del verde jaranzal y dé rienda suelta a sus emociones de una manera salvaje, empujadas por el viento que acaricia a ciervos y jabalíes bajo los zarzales florecidos, como si se hubiese encogido el tiempo frente a la mancha verde de Sierra Morena. Filigrana escuchaba lo que iba diciendo, calentándole el corazón, pensando en un retrato de otros tiempos y ahora estaba allí abarcando con la mirada el azul del cielo del atardecer y le seguía a través de los recuerdos de su madre. —Y por eso nació usted en un prado de Los Chopos del Encinarejo, y allá es hacia donde nos dirigimos ahora ¿verdad? —Pues sí, muchacho —dijo, lanzando un suspiro—, veo que he tardado demasiado en decírtelo. Mira, aquí fue donde desprendió mi cuerpo sobre el pasto y me ayudó a incorporarme varias veces y cuando una joven cierva pasó junto a nosotros me miró y dijo: —Sin lugar a dudas, serás un venado muy guapo. —Vaya por Dios —suspiró mi madre—, ya empiezan a piropearte las chicas. El escudero se echó reír siendo reprimido por Candiles. Dio un respingo al sentirse algo mayor para soportar esa atención y quedó pensativo. —Vaya, es curioso. Me temía que te hubieses molestado, pero debes saber que he sido un joven muy favorecido y en la berrea no quiero decirte cómo estaban las chicas conmigo… —La verdad es que hay que reconocer que es usted un venado impresionante y muy aceptable para cuantos habitamos la sierra. Apenas pronunciar estas palabras, Filigrana vio un ligero movimiento entre las matas y alertó a Candiles: —Algo viene por ahí y desde aquí no distingo bien quién pueda ser. Será mejor, señor, que aguante usted ahí, por si puedo espantarle y, cuando esté cerca, saldré brincando para que me siga y pueda alejarle de esta morreta de mitad de la linde. Estando en ello y cuando ya se disponía a salir, oyó una voz: —Oye, muchacho, avisa a Candiles, que está aquí El Navajas. —Ahora que lo dice, creo reconocerle, y menudo jaleo armó en el monte cuando le dispararon al zorro por encima de sus orejas. —¡Vaya, vaya! ¿Qué quieres? —dijo secamente Candiles. —Seré sincero. Todo lo que se diga aquí, quedara entre nosotros. ¿Vale? —Habla, amigo, habla. —Mire Candiles, estoy avergonzado por lo del zorro que yo creí me sacaría sin peligro de esta montería y por el contrario he pasado más miedo que en toda mi vida. Hay muchas alcahuetas por la sierra que podrán comentar mi locura y al verles a los dos asomados desde el collado, he pensado venir a decirles que no comenten lo ocurrido y que no olviden que El Navajas tiene más perros rajados que El Solitario, y más de un hombre lleva mis caricias en sus carnes. —Sí, claro, aquello ha sido una mera anécdota y no es necesario aclarar nada más. —Quizá sea así.
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