El oso del monte Ararat

Y me contaron preciosas vivencias de caza, historias de cazadores valientes allá donde el hombre se enfrenta a los osos. Y cosa rara, no era una historia donde el cazador saca pecho después de la captura, sino un lance contado con pasión pero con un profundo respeto al animal.


Esta es la historia: aconteció en una salida que hice hace años a Turquía con la intención de cazar un oso pardo. Me acompañaba un nativo, cazador para mas señas llamado Mohamed. Llevábamos días intentando localizar el rastro del animal sin resultado alguno próximos al monte Ararat cerca de la frontera rusa allá donde la historia cuenta que cayó el arca de Noe. Montes escarpados y duros donde los haya con unas pocas aldeas diseminadas por su entorno y prácticamente colgadas de sus pronunciadas laderas. Se acompañaba Mohamed de una escopeta c/12 paralela de media caza, turca, muy sencilla pero con muchas horas de experiencia en las curtidas manos del cazador. Dormíamos al raso en el monte donde podíamos y, a pesar de que hablando no nos entendíamos ni jota, por señas nos defendíamos bien, lo suficiente, en el monte las palabras normalmente sobran. Cuando al anochecer arrodillado hacía sus abluciones, atento le indicaba que rezase para que pudiésemos localizar el rastro del oso. Una sonrisa y la indicación de que tuviese a mano el rifle hacía que nos acostásemos. El caso es que una noche llegamos a una aldea donde nos recibieron como si de ministros se tratara, por ser cazadores, no en vano el oso para ellos es un animal muy dañino que estropea sus cosechas y mata cualquier animal doméstico que de noche se quede fuera de la casa. Fue tal el cariño con que nos recibieron que nos dejaron para dormir su única habitación. Alcoba, por cierto redonda con una estufa de leña en el centro y rodeada de una tarima donde las pieles de ganado doméstico hacían de mantas para resguardarse del frío invierno. Había observado en Mohamed una cicatriz en la cara, que al hablar articulaba no del todo bien y que al hacerlo por la comisura de los labios le salía un poco de saliva. Así que, antes de acostarnos, quizás con un poco de atrevimiento y curiosidad por mi parte, le pregunté a qué se debían estas anomalías. Sorpresivamente y sin dudar un segundo se puso de pie y lógicamente por gestos y ademanes me contó este espectacular lance: Al parecer, disparó con la escopeta en cuestión a un gran oso no más lejos de unos 20 metros, la escopeta no es el arma apropiada para batir un animal de 300 o más kilos. Herido el animal cayó al suelo a un metro del aturdido cazador. Al intentar rematarle con un segundo disparo le dio tal zarpazo que salió la escopeta desplazada a 10 metros. Seguido Mohamed se levantó el pantalón y me mostró en la pierna una gran cicatriz fruto de la posterior mordedura del oso. Sin recuperarme de la impresión de tal avería sorpresivamente se quitó la camisa para enseñarme el zarpazo que le dio posteriormente en el pecho, terrorífico. No salía de mi asombro cuando sin dudarlo se quitó un ojo postizo y el paladar de plástico, fruto de la mordedura del oso en la cara después de abrazarle contra su pecho. Ver para creer. El caso es que cuando Mohamed se vio morir en los corpulentos brazos del oso, éste cayó muerto. No me pregunten quien le encontró y cómo le llevaron hasta Ankara por aquellos carreteriles y pistas infernales de más de 200 kilómetros. Esa sería otra historia que no tendría desperdicio. Aunque el lance en sí tiene ingredientes más que suficientes para enmarcarlo en el libro de los recuerdos del más valiente cazador, hubo un detalle en su narración que me llamó la atención, incluso más que las secuelas que el animal había dejado en su maltrecho cuerpo: el respeto, la carencia de odio con que el cazador hablaba de un animal que estuvo a punto de quitarle la vida para defender la suya. Todo un ejemplo.
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