Nuestras vergüenzas son nuestras

No nos resulta plato de buen gusto que alguien le ponga peros a quienes amamos, no nos place que otros señalen las imperfecciones de los nuestros y de lo nuestro. ¿Qué ocurre cuando somos nosotros los imperfectos? Por si quedase duda, diré que los cazadores somos humanos, fabuladores por definición.


Somos, en muchas ocasiones, como niños ilusionados que cuentan sus aventuras. Quizás Quijanos, borrachos de lecturas de caballerías y de andantes lances por esos montes de Dios. Nuestra naturaleza no miente, pero nuestra humanidad tiende, unas veces por vanidad y otras por falta de valor torero, a maquillar lo vivido en función de nuestra conveniencia.
Veo como remedamos una vez y otra también a aquellos paleolíticos que se representaban a sí mismos en los muros de las cuevas, cual Facebook de la época, cazando bisontes que duplicaban su tamaño real. Se dibujaban en posturas imposibles disparando flechas de frente a una pieza que cargaba contra ellos, como si fuese lo más habitual del mundo. No era así, y cualquier arquero moderno puede confirmarnos que el acercamiento del cazador debe ser siempre ladino y silencioso. De haber ocurrido de aquella forma, los extintos habríamos sido nosotros, los paleolíticos de a pie, y no los bisontes. Hoy hacemos lo mismo en nuestro día a día. La exageración de lo que nos enorgullece, o la ocultación de aquello que nos ruboriza, es mayor si cabe, en nuestros lances monteros que en nuestra jornada laboral cotidiana. Cuando nos fotografiamos lo hacemos con un buen venado, no con una humilde cierva. Seguimos edulcorando nuestra pasión para que su regusto consiga que la saboreemos más, durante más tiempo, e incluso la pueda catar más gente. Peor lo tenía el contador de historias cavernario; ya encendida la lumbre, divagaba. Hacía soñar con la caza a viejos cazadores que ya no podían cazar. Mientras, al mismo tiempo, incitaba a los jóvenes, a los que serían los futuros cazadores y guerreros de la tribu.
Algunas veces pienso que nosotros, los opinadores, los contadores de historias que desde este u otros medios intentamos transmitir nuestra pasión, también hacemos lo mismo. Seguimos siendo humanos, hemos cometido errores a lo largo de nuestra vida montera que ocultamos cual barredura bajo la alfombra de nuestra conciencia. Nunca hemos contado como: Tras haber recechado dos magníficos machos de corzo en plena pelea y habiendo decidido tirarle al de adelante, después de haberse ocultado por un segundo tras una mata, en cuanto salieron de nuevo al claro, patapán. Una hembra se llevó el tiro confundida con uno de los dos galanes. Tampoco nuestra vergüenza nos ha permitido relatar aquella vez que fuimos furtivos confesos cuando; después de ver por cuarta vez en la mañana la misma corza liándole los rastros a los perros, uno toma la decisión de sacudirle un tarascazo, so pena de perder la jauría entera para el resto de la jornada, consciente de que hasta el día siguiente no empezaba la temporada de batidas de corzas. Supongo que la víctima en cuestión no sabía de calendarios, pero técnicamente la cosa era lo que era, ni siquiera un accidente. Una decisión voluntaria para evitar un mal mayor que, a día de hoy, sigue y seguirá abofeteando la conciencia y la impoluta hoja de servicios venatorios que algunos presumimos tener. Diré finalmente que, aparte de cazador, humano y paleolítico cuando puedo: Soy también y ejerzo de gallego, hablando en tercera persona, como no podría ser menos. Por todo ello, los hechos arriba relatados, podrían ser míos… o no. En cuanto a lo de pintar las paredes de las cuevas, aunque se demostrase mi autoría; tengo que decir que el hecho se encuentra ampliamente prescrito y los de Patrimonio Histórico no podrían demostrar absolutamente nada.
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