Luna llena corcera

Un año más, y la fiebre corcera parece querer arrancarnos de este período lánguido de asueto cinegético. A finales de la Semana Santa di comienzo a mis recechos. Este año es distinto, el porqué no sabría decirlo. Bueno, quizás sí lo sé, pero para qué lamentarse de lo que, con seguridad, son circunstancias naturales.


En Galicia el invierno ha sido absolutamente seco, el verdor lo aportan las hojas de los impertérritos eucaliptos, las especies arbóreas autóctonas brotan como si ya quisieran irse. La primavera, lejos del agua, se nos muestra desgarbada. Cualquiera que se fije mínimamente, no necesita ir más allá del jardín del vecino para ver que en este invierno se han secado hasta los setos. ¿Quién recuerda algo semejante? APUESTA PERDIDA No he empezado el año con mi corzo de la Mariña, en Lugo, al borde del Cantábrico. Realmente, cuando redacto estas líneas no puedo decir que haya empezado siquiera, si por empezar entendemos que ya haya colgado mi corzo. En esta ocasión ha sido mi consorte quién ha comenzado la temporada, pues ha sido ella quién lo ha colgado. Cuando uno apuesta, ha de ser consciente de que puede perder; apuestas en las que uno gane siempre hay pocas y, aunque me he llevado el premio de consolación, diré que en esta ocasión no me pesa lo más mínimo. ¿Que a qué me refiero con tanto misterio?… Pues que esta vez mi esposa Ángeles, montera de pro, ha decidido empezar la temporada con un rececho al capreolus, cosa nada habitual, pero gracias a lo cual he disfrutado de uno de los mejores recechos sin haber hecho personalmente sangre, todo se andará. La moneda decidió que fuese ella la que, en esta ocasión, inaugurase el lance. VIAJE HACIA LA ANSIADA LLUVIA En las Rias Baixas, desde noviembre no he visto caer una gota de agua. Aprovechamos las vacaciones para disponer del tiempo suficiente para colgar el corzo de mi esposa, pero aquel viaje hacia el este nos hizo ver con cierta desazón que el paisaje era más propio de septiembre que de principios de abril. Aunque las temperaturas habían refrescado, el urticante sol continuó haciendo de las suyas hasta que cruzamos el río Miño, cercanos ya a Ourense. Fue cruzarlo y la carretera asemejaba que habíamos cambiado de dimensión espacio-tiempo. Una tromba de agua nos recibió de sopetón, para no abandonarnos hasta llegar a una agradable casita rural en las postrimerías de Manzaneda, donde Ángel, nuestro compañero de correrías por las sierras de Burgos, nos esperaba. La Sra Magdalena y su hija Flora, las dueñas, salieron a recibirnos colmándonos de mil atenciones; mezcla de cariño y vigorosa presencia, como correspondía a dos auténticas celtas, quizás escandinavas de buen porte y hermosos ojos azules. Una vez presentados y advertidos de las capacidades culinarias de la madre, que sólo eran superadas por su hija, tuve la oportunidad de afirmar con convicción que: “Bendita sea la rama que al tronco sale”. Un hígado encebollado regado con magnífico Mencía, escoltado por las ya tradicionales “filloas a pedra” dieron consuelo a unos cuerpos que habían asumido el madrugón que nos esperaría al día siguiente. Terminada la cena pactamos con Ángel que, aunque no habría luz aún, empezaríamos el rececho a las seis. Todavía sería de noche pero el parte meteorológico hacía suponer que la lluvia no duraría más que un par de horas, y con la impresionante luna llena podríamos divisar pronto algunos de los corzos que nuestro amigo tenía controlados. Ángeles preguntó si habría que equiparse con chubasquero, a lo que nuestro guía dijo que no, que al amanecer ya las ramas habrían secado. Las ramas sí, otra cosa eran las hierbas de los prados. Las botas de goretex, con su caña corta hicieron que pagásemos caro el atrevimiento de no haber llevado las de goma. COMIENZA EL RECECHO Ya echaba de menos el olor a tierra mojada; aún con la claridad que la luna llena le daba a la noche, el amanecer se dejaba intuir libre de nubes. Mi esposa ocupó el puesto delantero en el todoterreno, yo atrás me afanaba por ordenar los archiperres. Intenté que el rifle y la vara estuvieren a mano pues nuestro guía nos advirtió que de camino al cazadero pasaríamos por una zona de prados querenciosos cerca de la pista. De ver cruzar al macho de costumbre, sería necesario dar una carrerita hacia su perdedero, prado adelante, para tener una oportunidad de saludarlo como se merece, por lo escurridizo que es. Aún no había amanecido y después de burlar a dos hembras, que a modo de guardia pretoriana tenía otro machete, Ángeles puso en la mira al sultán en cuestión, después de mucho remirar, optó por perdonarle la vida ya que no había terminado de descorrear. El guía nos comentó que este año era algo normal. Tardaban en pelar la cuerna. De hecho, dependiendo de si estaban en el fondo del valle o más cercanos a la cumbre descorreaban antes o no. Más tarde, con posterioridad a un par de lances fallidos, ladrados por derecho, nos trasladamos a la zona alta. Vimos, ya tarde, en la ladera de enfrente, que estaba hecha un secarral, lo que parecía prometer que era un buen corzo. No nos dio oportunidad, se enmontó a todo meter, pues cargábamos aire. El guía se emperró y nos hizo saber que con lo que clareaba el día y gracias al apretón de sol que se esperaba, ese corzo iba a ser más fácil tirarlo a la tarde, pues lo había visto solearse en más de una ocasión en un antiguo prado lleno de escobas que hay más arriba. REGRESO A LA CIVILIZACIÓN A las once de la mañana dejamos nuestros afanes para otra ocasión, después de media hora larga de carrileo por auténticos pedregales vestidos de pistas, llegamos a la acogedora casita rural. Se terció un cafetito, justo antes de sacarnos de encima el frío y la humedad que preñaba aquellos prados mañaneros. El almuerzo de primera. Recechar corzos en Galicia aporta un plus de interés alrededor de la gastronomía envidiable. La cita fue en un magnífico restaurante en Trives, La Viuda, allí nos esperaba Ángel quien, con remozado aspecto, nos acompañó para disfrutar de un “jabalí con fabes” plato de cuchara donde los haya, que contribuyó a sacarnos el frío del alma, pues alegría a la misma, nos la supo traer una botella de “Alama”, aromático tinto mencía digno de ser consagrado. A los postres quisimos pactar la hora del rececho del atardecer; pero el interés de mi esposa se centraba en el último corzo de la mañana. Nos planteó, al guía y a mi, hacerle una entrada temprano, en lo alto de la sierra. “Bueno… para eso hemos venido, ¿no crees?”- nos espetó Ángeles, y tenía razón. LANCE EN EL SECARRAL Rondaban las siete de la tarde cuando dejamos el todoterreno en lo alto de la cuerda. Bajamos, Ángeles encendió su mechero para comprobar la dirección del aire. El viento norte se hacía sentir con fuerza. A mi esposa le preocupó el tema, porque la intención era bajar hacia la solana, donde creíamos que llegaríamos a ver al seis puntas que Ángel tenía controlado. El guía argumentó, con seguridad, que no nos preocupásemos. La pendiente es bastante pronunciada y está amparada del norte por lo cual, en la parte alta no se notarán los efectos de la ventolera, otra cosa es de mitad de ladera hacia abajo, donde el flujo de aire se recupera de nuevo, aunque no con tanta intensidad. Mi esposa cruzó su mirada conmigo y yo, asintiendo con la cabeza, le hice ver mi opinión favorable. De todas formas, decidí quedarme con los prismáticos en la cuerda para no sumarme, de ese modo, a la escandalera que al bajar sonaría en el pedregal con toda seguridad. Continué en mi atalaya; prismáticos en ristre pude ver como cazadora y guía bajaban lentamente por una lengua de morrillo libre de escobas hasta situarse en un pequeño promontorio a unos cuatrocientos metros. Cuando llegaron allí me llamaron a mi móvil, y me indicaron que mirase en medio de un prado que tenían delante, en dirección este, a unos doscientos metros de su posición. Allí se encontraba el caballerete que buscábamos, soleándose para sacarse las humedades de la mañana, igual que habíamos hecho nosotros. Divisé como, aprovechando una hondonada poblada de hierba seca, llegaron cazadora y guía, a situarse en una formación rocosa que había en el borde del prado propiedad de nuestro cornúpeto amigo, a no más de cien pasos. Pude ver que el guía colocaba su mochililla encima de la piedra, al tiempo que mi esposa recostaba el Santa Bárbara sobre ella. Fue un minuto, nada más, pero pareció una eternidad solamente rota por un disparo que retumbó en toda la sierra acrecentado por el eco. Pude ver que lo que antes, para mí, no era más que un minúsculo punto en aquel prado, ya no estaba. Casi al mismo tiempo que mi esposa y Ángel rompían en ostensibles aspavientos de victoria en la distancia. Yo, en aquel momento, me vi en la necesidad de coserme al suelo porque, de no hacerlo así, con seguridad una briosa corza me hubiese arrollado en su huída al alejarse de la zona del disparo como alma que lleva el diablo. Mi mujer tardó algo más de media hora en regresar montaña arriba, cuando llegó estaba sola y me hizo saber que el guía había decidido arrastrar el corzo hacia delante, a no más de cuatrocientos metros estaba la pista; nosotros, al bajar con el coche, tendríamos que toparnos necesariamente con él.
Quince minutos más tarde estábamos los tres juntos, con el tiempo suficiente para sacarnos unas fotos con un discreto seis puntas, objeto de un lance muy hermoso. Ángel y yo felicitamos de nuevo a mi señora. Esa noche cenamos en la acogedora casita rural, donde Flora, la hija de señora Magdalena nos obsequió con un bacalao acompañado de una fina capa de cebolla caramelizada, que quitaba el sentido. Quiso acompañarnos, también, un Godello blanco de la zona de Monterrey. Nuestro vino de la victoria. EL REGRESO A la mañana siguiente, temprano, pasamos por casa de Ángel, nuestro magnífico guía. No solamente recogimos el trofeo, sino que nuestro lazarillo por aquellos montes de Manzaneda y las estribaciones del Invernadeiro, ya nos tenía troceado y embolsado la carne de tan delicado cérvido. De este don de la naturaleza, cuenta Cunqueiro en su “Teatro Venatorio y Coquinario Gallego” que: “El mismísimo marqués de Armoville decía que nuestra graciosa presa era, de todos los animales que corren por el bosque, el que parecía haber sido destinado, por sus costumbres y gustos, a dar al hombre, además de los placeres de la caza, una alimentación perfecta”. Charlando sobre estas disquisiciones, en el camino de regreso, mi mujer añadió: “Al hombre sí y… a la mujer ¡también!”. Habiendo dicho ella eso, yo… ¡no tengo nada que añadir! Publicado en la revista Caza Mayor de mayo
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