Gabriela y la Caza

Había sido una niña de las monjas, muy trabajadora y con un punto de inocencia que le procuraba un halo de infantil intemporalidad. Hoy es una hermosa mujer que luce una esplendida cuarentena, muy hermosa. Fue ayer cuando, empujada por el aplomo y sacrificio que lucen las hembras de nuestra especie, dejó de cazar durante algunos años por mor de atender la crianza de los dos hijos que la vida quiso regalarles, a ella y a su marido.


El tiempo pasa, aquellos niños indefensos y dependientes de la poseedora del matriarcal aliento del hogar, parecieron cobrar vida propia, independencia realmente. Cada vez se alejaban más y más a menudo. Exploraban el mundo que hay más allá de la entrada de su cubil. Gabriela veía como, cada día, a sus polluelos se les caía otro pequeño trozo de plumón al tiempo que desarrollaban un poco más sus alas. Sus retoños prescindían de su seguridad, y gustaban acompañarse de otros cachorrillos y cachorrillas de ajenas manadas que pululaban por el entorno de la cueva. Fue un día en que su marido llegó de cazar y se la encontró atareada, como siempre. Pero su mirada se dibujaba distinta. Un convencimiento profundo había hecho mella en lo que hasta entones, sin ella ser consciente, había mitigado durante unos años, su gusto e instinto por la caza. Los pollos volaban; sus pollos. Creyó entonces sentir saltar un resorte de natural instinto, y se entregó de nuevo a los gélidos brazos del monte en otoño. Sorprendió al sábado siguiente a su marido con los archiperres y botas. Su ligero rifle automático, arropado dentro de la funda, colgaba de nuevo de su hombro. Y de nuevo, cual una leona cazadora cuyas crías ya no eran dependientes, quiso predar. Su marido sintió la necesidad de reconocerle toda la renuncia al criar de sus hijos gracias, evidentemente, a una fortaleza y entrega que el macho de su especie, realmente el sexo débil, nunca fue capaz a desplegar. Ahora él se sentía más afortunado, más comprendido y algo culpable al salir impune del abandono parcial al que había sometido a su mujer durante tantas y tan frías mañanas de invierno en que la caza lo había apartado de su lado. Comprendió que había sido bendecido por la fortuna al poder compartir con Gabriela vida, esperanzas y monte. ¿Qué más se puede pedir? Me atrevería a decir que solamente le restaba, al macho alfa, ver romper el instinto de la caza entre sus retoños; para ser ya completamente feliz. No son estos tiempos en donde el futuro de la caza esté claro. Toda suerte de justificaciones estadísticas culturales, legales y económicas, son precisas para garantizar el futuro de su ejercicio. Al final, todo puede ser tan fácil como la situación que lleva al marido de Gabriela a ese estado de embobamiento y sorpresa. La caza y su futuro no precisará de alegato, justificación, ni pena por su fallecimiento si en ella desembarca quien es capaz a dar vida, esto es: La mujer, y con ella los jóvenes, porque si nosotros, con nuestros egoísmos, nuestras infantiles escapadas al monte en busca de paz y refugio, fuésemos capaces de esperar un ratito, e intentásemos incorporar en nuestro camino a mujeres y jóvenes, otra perdiz nos cantaría. Pobres de los hombres inseguros que se resistan hoy a ceder un espacio de libertad que, a modo de coto privado de machos, parece que quiso comprenderse desde un atavismo endogámico y autodestructivo. Parafraseando a Patxi Andión… «Si yo fuera mujer…» cazaría más y mejor, no les quepa duda. Gracias a todas las hermosas Gabrielas nuestro mundo es mejor. La caza también lo será. Publicado en el número de noviembre de Federcaza
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