Suidos en el Suido

Premonitorio nombre para esta agreste sierra pontevedresa que al norte bebe de los fríos vientos que le llegan desde lares ourensanos.


Desde hacía varios años, las campas y escarpadas laderas de eternos robledales de A Laxe habían sido nuestro cazadero habitual. Tanto es así, que llegamos a cambiar en ocasiones los toponímicos locales, a costa de grabar nuestras entendederas con motes al uso de anécdotas o sucedidos que habían ocurrido a lo largo de tantas cacerías que no sabría precisar. La gran piedra que corona una manchita querenciosa y facilona que se llama el Valle de San Pedro se quedó bautizada, por su ergonómica forma, como la silla de San Pedro. Del vallejo que de la Manga de O Grilo sube raudo hacia Campo Largo, ya no recuerdo su nombre. Lo llamamos Tora Bora, desde que en una batida que allí dimos, sonaron tantos tiros como en la célebre batalla que libraron americanos contra talibanes en el afgano valle del mismo nombre, allá por el año 2001. El año pasado fue el primero desde hace unos cuantos que no arrendamos el coto. Unas diferencias con nuestro antiguo perrero y socio hicieron que nos desganásemos de sus batidas. No era cuestión de recrearse en dolorosas heridas abiertas. No quisimos volver al lugar donde tantas veces la caza nos había hecho felices. Cosa que, en los últimos años, no ocurría. Siempre se salía del monte con algún cabreo, cuando no era por «Xan, era por Pericán», pero siempre había follón. Cambiamos de cazadero, quisimos guardarle ausencias al recuerdo. No fue posible. ¡Qué ilusos! Era como ponerle puertas al campo, algo inútil desde que en el mundo existen esas gateras emocionales a modo de subterfugio, sirven para nublar la razón y abandonarse con indulgencia al deseo. A la caza. FRIO NOVIEMBRE Touceda, el nuevo titular de la caza mayor del coto, me llamó. Me hizo saber de un par de piaras de verracos que estaban labrando aquellas hermosas campas. Sus palabras quedaron en el aire como un engodo apetecible. Llamé a D. Alejandro, el antiguo presidente, y me confirmó la presencia de tan cerdosa tropa. Y ni engodo ni leches, tragué el cebo a tope y ya no fui capaz a tenerme. Me abandoné al deseo más que a la razón y, después de acordar con Touceda, ni cortos ni perezosos, nos encaminamos hacia la Sierra del Suido, prestos a marcar la mancha elegida para cazar precisamente eso… suidos. Salimos en una fría mañana de noviembre Conde, Manolito Torres y yo. El armamento no era muy sofisticado, cinta de señalización, rotulador, foto aérea de la zona, papel y lápiz, vamos… lo que se dice todo un arsenal.
Primero nos guiamos por los informes de los lugareños, para posteriormente comprobar sobre el terreno la veracidad de la información. Llegamos a lo alto de la sierra, a la Manga de las Perdices, a Campolargo. La sierra entera daba muestras del rastro de un par de manaditas, el problema es que, con el frío, todo estaba congelado y se hacía difícil distinguir lo reciente de lo viejo. Fue la protección que aquella solana daba del viento norte lo que nos hizo inclinar por dar una batida cubriendo las tres gargantas que confluían en un viejo molino. La rehalas entrarían por la cabeza de cada una de aquellas regotas, al choque. Marcamos los puestos, los croquizamos sobre la foto aérea y como por arte de magia aparecieron diseñadas sobre el plano las armadas que al día siguiente sortearíamos. Se sorteó por armadas, adjudicándole un color a cada una; de esta forma, los que venían juntos en cada coche sorteaban juntos y nos evitábamos el farragoso trasbordo de armas y monteros a coches de desconocidos. Fue un acierto, las posturas se colocaron en un cuarto de hora en absoluto silencio. Los tres perreros ejecutaron su trabajo a la perfección. Por la cárcava que bajaba del oeste metió sus perros José Manuel con un compañero suyo, buenos perreros. Desde el norte, Orlando y sus compañeros peinaron su regota. Al mismo tiempo era el Brasileiro con sus canes el que labraba la tercera cuenca, bajando con la idea de confluir todos, río abajo, en el viejo molino. EL TIROTEO Pronto empezaron a levantarse marranos, los primeros correspondieron a las rehalas de Orlando y José Manuel. Contra lo previsto, los perros de Orlando siguieron parte de los cochinos por lo alto de la sierra hasta el punto de que mi padre, que cerraba la armada de Las Perdices, los vio siguiendo a un gran cochino a más de trescientos metros por la ladera de enfrente. Los disparos fueron continuos en todas las armadas. Las emisoras vomitaban, erre que erre, avisos y alertas. —¡Conde, Conde, cuidado que te entran dos desde la derecha! —¡Atentos…! atended a ese sabueso latiendo a parado. La mañana discurrió en un continuo ir y venir de ladras, disparos y alertas. Los más afortunados en la mañana fueron Manolito Torres y Beni Conde. Los pobres también fueron de los que más reventaron sus lomos cargando con los jabalíes abatidos. Los tumbaron en la parte más sucia del coto. Otro gran marrano, el mejor de todos, fue abatido por José Manuel. Aquel cochino le llegó buscando la muerte a los pies del remolque del perrero. Huía de los disparos de Conde, pero al contrario de lo que le pasó a éste, José Manuel sólo tuvo que arrastrarlo unos poquísimos metros. La otra anécdota de la jornada fue el desfile al perdedero que protagonizaron un par de piezas por haberse movido del puesto unos monteros que tuvieron que abandonar la cacería. Ellos se lo perdieron, y menos mal que no iban seguidos de perros, porque de ser así estos habrían pasado las armadas, pudiendo irse al traste la cacería fácilmente. Cuando en una batida los monteros no guardan la disciplina del puesto puede pasar, como muy poco, que se pierdan los perros y, como mucho, que ocurra un accidente lamentable. En los últimos años han bajado mucho los accidentes. Es una delicia disfrutar de la seguridad que en el puesto te da el preceptivo chaleco naranja y la emisora con el pinganillo en la oreja. De esta forma no se le carga ruido a los marranos.
CONSIDERACIONES FINALES El frío, agudizado por el viento norte, nos hizo sufrir lo indecible. Peor lo pasaron Conde o Manolito, teniendo que cargar con la bichería abatida durante dos interminables kilómetros de tojales y zarzas. De toda la jornada destacaremos que, además de colgar cinco buenos cochinetes, alguno de los cuales llegó a ser una boca de primera, se disfrutó entre amigos. Tiraron más de una veintena de puestos y asistimos al hermoso brete de ver a Alonso, el hijo de José Antonio, vivir una cacería como uno más, acompañando a su padre en el puesto y en el arrastre de las reses. Daba gloria verlo, un niño de su edad dejando de lado las tan de moda adicciones electrónicas y disfrutando del campo, del frio, de la cacería, de su padre y, cómo no, de los hermosos lances que ofrecieron todos los suidos que ese día corrieron por su vida en la hermosa y redundante Sierra del Suido. Magnífico paraje, donde un trocito ideal del mundo se llama A Laxe, allá en el Concejo de Fornelos de Montes. Yo tampoco me quejo. A mí no me sonrió la fortuna, pero no dejó de ser un magnífico día de caza tras los bravos jabalíes del noroeste. En la caza salvaje, de verdad, hay que saber disfrutar del monte, de la compañía, del éxito del otro. El fin ineludible no es la muerte del animal, como tampoco lo es la borrachera para el que sabe disfrutar de los matices de un buen vino. Personalmente, me sentí muy reconfortado por tener la suerte de que me acompañasen al monteo mi padre, con su inseparable mosquetón de siete milímetros, y mi hijo, que hizo puesto con su también inseparable alano. Tres generaciones que hemos sabido querer al monte y a la caza. ¡Y que dure! Publicado en el especial TODO JABALÍ
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