La guerra del lobo

Al ancestral conflicto entre los ganaderos y el lobo se viene a sumar un nuevo desencuentro entre los activistas de la ecología y la caza.


La solicitud enviada por la ministra de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, Isabel García Tejerina —con el expreso apoyo de su homólogo francés— a la Comisión Europea para que se modifique la Directiva Hábitat y se permita así la caza de lobos al sur del Duero, ha sido bien acogida por los ganaderos, en tanto que los portavoces de los grupos ecologistas han puesto el grito en el cielo. Los cazadores, terceros en discordia, por más que no se les caigan de la boca a los ecologistas, se mantienen mucho más distantes del problema de lo que aquéllos pretenden, pues el lobo como trofeo no deja de ser una quimera para la inmensa mayoría, por imprevisible y por el reducidísimo número de permisos que se otorgarían, incluso en el caso de que se permitiera su caza al sur del Duero. El conflicto sigue siendo el de siempre: ganadería extensiva versus lobo. La caza sólo aparece en este caso como una posible herramienta para gestionar las poblaciones del depredador y hacerlas sostenibles y asumibles por quienes viven de la cría de ganado. Porque lo que pretende el Ministerio de Medio Ambiente es que Bruselas abra la puerta a una mejor y más eficaz gestión del lobo también al sur del Duero, no su extinción, y mucho menos dar satisfacción a los señoritos cazadores, como con harta frecuencia se lee y se escucha en los medios de comunicación generalistas. Un conocido diario digital titula así la noticia de la solicitud enviada a Bruselas: El Ministerio de Medio Ambiente se lanza a la caza del lobo español. Tan contundente como falso. El lobo es un problema al que hay que buscar solución. Según datos de la Alianza por la Unidad del Campo UPA-COAG, en 2012 se registraron solo en Castilla y León cerca de dos mil ataques, con más de cinco mil animales muertos y 1,7 millones de euros en pérdidas en el sector primario. Cifras que distan mucho de las que se manejan de manera oficial, lo que pone de manifiesto, entre otras cosas, que una gran parte de los ataques no se denuncian porque a los ganaderos no les compensa el tiempo invertido en asuntos burocráticos en la capital de su provincia, a cambio de lo que acabará siendo una farragosa, insuficiente, tardía y no siempre concedida indemnización por daños. Resulta curioso que grupos como Ecologistas en Acción clamen ahora por el respeto a la legalidad vigente, exigiendo que se deje como está (Directiva Hábitats), cuando con tanta frecuencia estimulan a sus militantes y simpatizantes para que traten de impedir o boicotear acciones de caza perfectamente amparadas por una legalidad tan vigente como la anterior. También llama la atención que su coordinador Theo Oberhuber pretenda explicar los ataques del lobo con el argumento de que «algunos ganaderos, quizá por comodidad al haberse exterminado anteriormente, prescinden de prácticas útiles como recoger los rebaños o usar mastines», que es tanto como añorar, en un sillón del despacho, los tiempos en los que los pastores tenían que dormir bajo una manta en el campo con sus rebaños, o desconocer que no es siquiera frecuente que las zonas de pasto estén tan cerca de los refugios como para trasladar el ganado cada día y cada noche. El lobo estuvo cerca de la extinción en España hace apenas unas décadas, pero el conjunto de la sociedad supo reaccionar a tiempo y hoy es una especie en expansión que está incluso colonizando zonas en las que nunca estuvo asentado. Pero es muy probable que haya llegado ya el momento de controlar esa expansión, para evitar por ejemplo que en las áreas ganaderas se llegue a una situación tan tensa que dé paso o al no deseable abandono de la ganadería extensiva o a una hipotética guerra sin cuartel, en la que, en semejante tesitura, no habría mejor lobo que el lobo muerto.
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