Un problema muy serio

La caza furtiva es un problema muy serio y muy complejo que, en grados distintos, afecta a la práctica totalidad de los países donde existe fauna silvestre, aunque con consecuencias diferentes. Podría decirse, no sin una generosa dosis de abstracción, que los grandes afectados por esa caza furtiva pueden agruparse en tres categorías.


Una es la de los titulares de los territorios —privados o públicos— sobre los que actúan los furtivos, que asisten unas veces impotentes y otras atemorizados a cómo se les sustrae algo que es de su propiedad o sobre lo que tienen la responsabilidad de gestionar y preservar. ¿Qué pueden hacer? ¿Con qué herramientas legales cuentan? Son cuestiones que darían lugar a un largo e intenso debate. Otra categoría es la de los animales en sí, muertos para exclusivo beneficio de quienes los matan de manera ilegal. En este apartado, el caso más grave es el de los animales pertenecientes a una especie en peligro de extinción, una de cuyas causas puede ser precisamente el furtivismo, pues al quebranto económico —a veces enorme— que supone para su propietario o responsable, hay que añadir un delito ecológico de proporciones incluso catastróficas. Es el dramático caso de elefantes o rinocerontes al que en más de una ocasión nos hemos referido en esta misma página, y el de algunas otras especies no tan mediáticas pero igualmente afectadas por el mal que nos ocupa. Cuesta creerlo, pero es cada día más evidente que este furtivismo, profesionalizado hasta la especialización, podría llegar al exterminio de tan emblemáticas especies. La codicia desmedida y su mejor herramienta, la corrupción, no se detienen ante nada. El drama es bien conocido, ocupa cada día más espacio en los grandes canales de comunicación, hay poderosas asociaciones conservacionistas en permanente estado de alerta, se celebran grandes reuniones políticas al más alto nivel para coordinar actuaciones que pongan coto al desastre que se avecina… pero este tipo de furtivismo no solo no desaparece sino que se está recrudeciendo. Y así seguirán las cosas mientras no haya verdadera voluntad política para atajar el problema, especialmente en los países de destino de los subproductos derivados del furtivismo. ¿Llegará el día en que no quede un colmillo que tallar o un cuerno que moler? Pero hablábamos de una tercera categoría de afectados. En efecto, son los cazadores. Los legales, la inmensa mayoría, personas que practican la caza conforme a la ley y conscientes del alcance de sus acciones cinegéticas, que sin embargo se ven salpicados por la imagen y los efectos de la caza furtiva, como si ambas, la criminal y la legal, tuvieran similares consecuencias. Una masacra animales sin tasa ni control y la otra es garantía de prosperidad para las especies. Mal que les pese y aunque no les guste a sus detractores, que deberían tomarse la molestia de reflexionar, aunque solo sea un momento, antes de meter a unos y a otros en el mismo saco. Hace ahora un año, concretamente en Botswana, se cazó un elefante con todas las bendiciones de la legalidad vigente. Fue una cacería sonada, que si dio tanto que hablar fue por razones que no son del caso. Pero provocó, de paso y como quien no quiere la cosa, un tan exacerbado gemido en el entorno ecologista, que parecía como si la muerte de aquel ejemplar de elefante macho hubiera significado el principio del fin de la especie. En el mundo hay problemas peores, de acuerdo, pero este es serio. Y hay que tratar de ponerle remedio en sus diferentes grados de perversidad y a los correspondientes niveles. Quienes trabajan por la fauna, la fauna y los cazadores legales merecen que se reconozcan sus derechos. Y también algo más de respeto.
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