Se fue Alfonsito

Hoy me voy a tomar la libertad de contaros un par de anécdotas, de los cientos que propicia esa caza, para que sirvan de merecido homenaje a este amigo que se fue para siempre el pasado viernes. La caza a la que me refiero es la submarina.


Seguro que muchos de los que esto leéis la practicáis o lo habéis hecho en vuestros años mozos. De igual modo que en la caza terrestre, hay varias modalidades pero, sobre todo, hay diversos grados de implicación con este deporte. Me refiero, por supuesto y únicamente a la profundidad a la que eres capaz de bajar a capturar el pescado. No dudéis que los mejores recechos y aproximaciones de toda mi vida, y otras doscientas que viviera, han sido debajo del agua. Eso sin hablar de las esperas al pescado que no se encueva, que no para de navegar y que muere porque siente gran curiosidad y se acerca… Bajo el agua no tienes tantas ventajas como con el culo en seco. El disparo es a un par de metros como mucho. Estás en un medio hostil, donde todo está en tu contra y donde tienes que tener un cronómetro en el cerebro para subir a respirar. Cuando se llega a un buen grado de entrenamiento, la alarma mental que te avisa que tienes que tomar aire va desapareciendo. No se siente la necesidad de subir a por la vida… Todo este preámbulo es para hacer hincapié en lo importantísimo que es tener cerca una embarcación de apoyo con alguien que esté pendiente de ti por los muchos peligros que te acechan y que van desde los barcos y lanchas que a toda velocidad pasan por encima justo en el momento de sacar la cabeza hasta cualquier herida de las múltiples que te puedes ocasionar cuando estás trabajando un buen mero arponeado y que abre las agallas enrocándose en su cueva… Bueno pues, esa persona atenta siempre, que te sacaba el pescado del arpón, que te cargaba otro fusil para evitarte esfuerzos, ese hombre que no quitaba la vista de donde te habías sumergido, el que se preocupaba hasta saltársele las lágrimas si calculaba que tardabas más de lo normal en subir… ése era el amigo Alfonso. Y como no quiero hacerme pesado os cuento un par de historias tan verdaderas como el sol que nos alumbra. Una es de mi socio y amigo Jaime al que muchos conocéis y otra mía. Estábamos en aquella ocasión pescando en las islas Chafarinas, costa de Marruecos, donde acudíamos a pasárnoslo pipa todos los veranos. No era fácil porque era casi imposible lograr los permisos. Pero como el padre de Jaime era marino de guerra, siempre nos conseguía el visto bueno para pescar allí y en la isla de Alborán, que es tanto como decir a boca llena que has pescado en el paraíso. Había en una de las islas, la del Congreso, una foca grandota. Peluso le pusieron de nombre los marineros que vivían en la guarnición y que siempre andaba rondando las Zódiacs que usábamos como embarcaciones de apoyo. Nos observaba muy curioso cuando nos sumergíamos y se acercaba algo más cuando clavábamos un pescado y se debatía para soltarse. Era un macho viejo que vivía en una gruta y que, en primavera, recibía, seguro que de buen grado, a las hembras que venían de Argelia y Marruecos a aparearse con él. En una de las caras del Congreso había un derrumbe importante de piedras que, al caer unas sobre otras, habían formado unas galerías donde se escondían los grandes meros, los abadejos, los sargos y las langostas. Estaba Jaime en el agua, sobre ese derrumbe cargando el fusil y observó cómo Peluso andaba navegando tranquilamente por el borde inferior del derrumbe, paralelo a la línea que las piedras formaban en el lecho de arena. Unos dieciocho o veinte metros de profundidad. Vio que junto al león marino, tal era la raza de Peluso, nadaba un gran abadejo, en paralelo, sin asustarse de la foca y sin que ésta le hiciera el menor caso… Cargó el fusil y le dijo a Alfonso «Ponte unas gafas y mete la cabeza en al agua que te voy a dedicar un abadejo que vas a flipar»… Alfonso se tumbó en el borde de la neumática dispuesto a presenciar la escena. Sólo ver el espectáculo de esa agua tan clara, una foca de tamaño respetable, de pelo oscuro en contraste con la arena del fondo, y un abade grandote navegando al lado, le hicieron soltar exclamaciones por el snorkel. Pegó Jaime la picada, bajó despacito y empezó a navegar imitando a Peluso. No tardó ni dos segundos el pez en ponerse al lado del pescador, como solía hacer con la foca, y bueno, el resto de la historia os la podéis imaginar. Recibió un arponazo con la tahitiana detrás del ojo, en su sitio. Un lance perfecto de un gran pescador, habilidoso como pocos. El otro hecho me ocurrió a mí con Alfonso de apoyo en la Zódiac. El sitio era el mismo pero otra temporada distinta. Esa isla del Congreso tiene delante a unos cien metros de la costa, un bajo —elevación de piedras que no llega a velar en superficie— y que por la parte más alta tendrá unos doce metros. El bajo es impresionante. Imaginaos una enorme mesa camilla. La parte alta, llana, llena de rajas de varias anchuras y profundidades que se entrecruzan como si fueran caminos, con abundancia de pescado sobre todo meros y con unas morenas de tamaño monstruo que acudían a la sangre que se formaba con la pesquera. Y por las faldas de la camilla se veían unos meros de unas tallas insospechadas pero que no se dejaban acercar. Pues bien, aquella mañana llegamos al bajo, echamos el fondeo, me tiro al agua, empiezo a ajustarme las gafas, cargo el fusil y oigo los gritos de Alfonso que estaba mirando el fondo. Me hace señas de que mire debajo de mí. Un mero de unos dieciséis kilos ha subido y anda a tres o cuatro metros de mis aletas dando vueltas a ver qué leches es eso tan raro vestido de neopreno y con esas aletas rojas tan largas… En el fondo, como la palma de la mano, no hay más que una piedra de tamaño mediano, plana también. Pego el capuzón —así se llama por aquí la acción de sumergirse— y despacito, despacito, me voy dejando caer hacia el mero que, sin asustarse mucho, hace lo propio. Veo con alegría que no se dirige al borde del bajo, sino a la piedra. Según me voy acercando, observo que el bicho se va a encuevar en ella; lo cual me llena de gozo porque, por el tamaño del escondite, es casi seguro que cae. Sigo acercándome y cuando llego a ponerme horizontal sobre al suelo, a unos tres metros de la entrada, veo que el animal, en vez de colarse dentro, se queda arrimado a la piedra debajo de una pequeña visera que se forma a la puerta del cado. Como si estuviera esperando el autobús en una marquesina… asesinato. Cuando retiro el pescado de la piedra, veo que otro mero grande está asomando el morro por el agujero de entrada. Subo a toda velocidad y ya está Alfonso dando gritos de alegría y preparado para sacarlo del arpón. A gritos le digo que me dé otro fusil que hay otro mero gordo. Nervios. Que no se salga mientras. Cargo la nueva arma bajo… ¡¡¡zas!!! asesinato, entre los ojos. Tiro del arpón y sale como si fuera un trapo. Y al sacarlo, le veo la cabeza a otro… Más gritos, más nervios… y aunque suene a cuento, así hasta cinco meros que pesaron ochenta y siete kilos. El primer mero no se metió en la piedra porque simplemente ¡¡¡no cabía!!! Nuestro tristemente desaparecido amigo estaba al borde de la histeria. Daba saltos en la barca y daba voces a la otra Zódiac, que estaba, con otros dos compañeros, pescado muy cerca.
Por si alguien no se lo cree, esos meros están fotografiados junto a otros cuantos más que se sacaron aquel día. También está Jaime y entre él y yo, con gorra blanca, está nuestro amigo. No sé donde se habrá ido pero, esté donde esté, seguro que hay mar, una Zódiac y peces que pescar. Los cinco meros están en la parte delantera de la foto. Un saludo.
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