La culpa fue de las palomas

Estaba de balcón con vistas al río que en verano deja de correr para convertirse en una sucesión de charcas. El aguardo era inmejorable y completamente natural. La sombra me la proporcionaba una pequeña chaparra, mientras que un frondoso lentisco me tapaba por delante. Para colmo, un risco pizarroso y casi plano me servía de asiento.


Allí estaba yo sentado esperando que alguna torcaz me sobrevolase mientras un paisaje paradisíaco se extendía ante mí. Estaba en la misma curva del río y elevado sobre él unos veinte metros, de modo que veía medio mundo. Junto a mí, el rato que no me dejaba para bañarse, mi perro. Creo, en términos humanos, que era feliz. Yo tampoco estaba precisamente amargado en aquel lugar que muy pocas personas pisarán al cabo del año. Extasiado con el paisaje, la soledad y el silencio, roto sólo por el jaleo de la vida que me rodeaba, entre lance y lance, muy escasos pero intensos, mi mente iba y venía como el perro al agua. Pasé por mi infancia y primera juventud. Mis primeras escopetas de flechas y la caza de insectos, donde las abejas eran perdices y los grillos conejos; el tirachinas y aquella eterna búsqueda de gomas colorás tan escasas como cotizadas; aquellos amaneceres de noviembre saliendo a cazar con liria con los amigos por los alrededores del pueblo; la primera escopeta de perdigones; aquellos intensos recechos a gorriones en zona urbanizable o los aguardos de verano en los charcos y las higueras buscándole las vueltas a cogujadas, mirlos y rabilargos; las muchas salidas de morralero en compañía de mi padre, mis tíos y mi abuelo, premiadas a veces con un tiro a una lata… Las he visto. Tres palomas vienen desde la lejanía. A mi izquierda, que es umbría, tengo una apretada mancha de encinas a la que vienen a sestear. De ahí también dominan el río. Me aplasto un poco más y sólo asomo los ojos por encima del lentisco. Me van a entrar. Me incorporo, descuelgo una del primer tiro pero las otras dos han deshecho tanto su trayectoria que sólo me dejan hacer una salva en su honor. Desde el charco más cercano acude mi perro, la deposita cerca de mí y vuelve al baño. Y detrás de estas dos palomas supervivientes, o del perro, se vuelve a ir de nuevo mi mente. Ha pasado el tiempo y aquellos felices años de mi infancia con tanto sabor a caza han quedado en mi memoria como un grandioso tesoro que rescato a menudo, pero que desgraciadamente mis hijos no van a poder saborear. Y no sé qué es mejor. Los tiempos han cambiado una barbaridad en pocos años. Sin ir más lejos, hace veinte otoños, las madrugadas de los sábados y los domingos los chavales salíamos al campo a cazar pajarillos con liria o de morraleros con nuestros padres, mientras que hoy salen de las discotecas y los botellones para volver a casa. También es distinta la forma de entender la naturaleza y disfrutarla. Ahora se mira, se contempla, pero no se toca. Usar la escopetilla de perdigones es un delito ecológico. Son los nuevos tiempos, y lo asumo, incluso yo ahora soy incapaz de pegarle un tiro a un «pajarito». También yo he evolucionado y ahora disfruto más que antes al contemplar un paisaje o el bailecillo de una curruca que merodea por mi puesto, y desde luego me molestan cada vez más las agresiones que sufre la naturaleza. ¿Será que ahora paso mucho más tiempo en el asfalto, la echo mucho de menos y la estoy idealizando? Y si a mí me pasa esto, ¿qué siente el urbanita que nunca ha mamado el campo? ¿Y qué puede pensar de mí, armado y llevando una paloma muerta colgada de la cintura? No puedo, la caza no se puede entender si no se siente. ¿Cómo explicar el amor a quien no lo ha sentido? Lo único que tenemos que pedir a la sociedad es respeto. En fin, doy gracias por poder estar donde estoy con mi perro y mi escopeta, y espero poder seguir haciéndolo hasta que el cuerpo aguante. No tengo la culpa de haberme curtido en otra época… que pasó hace dos días. Y espero que mis hijos puedan sentir la misma felicidad que yo siento ahora, entre otras cosas porque será la prueba de que han salido cazadores y por tanto que la caza sigue practicándose. Perdonen el rollo, pero la culpa fue de las palomas, que apenas pasaron y me dejaron pensar.
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