Los ciudadanos tienen derechos, los cazadores obligaciones

Hace aproximadamente quince días, tuve la ‘suerte’ de toparme con una de esas afortunadas ciudadanas que sólo tienen derechos —precisamente por ser ciudadana— y ninguna obligación, pues, al parecer, las obligaciones, en mi amada España, tan sólo nos corresponden a los cazadores.


Era la primera vez en vida que la veía; y seguramente —si de mí depende— la última también, porque prefiero invertir mi cariño en cultivar amistades con mentes más sanas. El caso es que nos encontrábamos celebrando el cumpleaños de un amigo, cuando decidí incorporarme a la conversación que mantenían cuatro señoras (tres de ellas amigas mías). Mi llegada al grupo fue triunfal. Todas ellas, menos la ‘ciudadana’, me miraron con cara de sorpresa y, al mismo tiempo, cierto afán por cambiar el tema de la conversación, pero la ciudadana estaba tan inmersa en su resentimiento que mi llegada no hizo más que hacer crecer su ego ante una espectadora más. Jamás había visto antes tanta aversión y hostilidad acumulada en una persona de tan pequeño tamaño; después sí, en ella misma otra vez, y reconozco que gracias a mi colaboración. Cuando me incorporé a la conversación, la ciudadana estaba ya terminando el primer acto de su libreto. —¡Es una vergüenza; y no estoy dispuesta a tolerarlo! —proclamaba indignada. Ante mi cara de indiferencia, pues no sabía a qué se debía su irritación, automáticamente volvió al inicio de la historia, y esta vez —como ya he dicho antes— más crecida aún en su papel y con mucha más saña. Por lo visto, la buena mujer, ciudadana ella, tan solo había salido a pasear por el campo, como todos los días, con su enérgico y juguetón perro, al cual, dicho sea de paso, le encanta corretear ‘con los conejos’. Por supuesto —matizó—, sin hacerles ningún tipo de daño. Hasta esta parte de la historia, todos más o menos contentos —menos los conejos, supongo, pues aunque al perro de la ciudadana le encante corretear con ellos, no creo que el regodeo sea recíproco—. El problema surge cuando continúa relatando la anécdota, y poco a poco comienza a florecer nuevamente su rabia. Por fin salen a escena los responsables. Y, ¿adivinan quienes eran? Efectivamente, una cuadrilla de cazadores a los que, en plena temporada y con todos los permisos en regla, se les había ocurrido celebrar una batida en su propio coto. —¿Y dónde está el problema? —pregunté. —¡Pues en que esos animales podían haberme pegado un tiro! —me respondió cargada de razón—. ¡Y, encima, para colmo —me aclaraba—, viene uno a decirme que me marche, que por ahí no puedo pasear con el perro porque están de montería…! ¡Pues solamente faltaba eso! —le respondió–. ¡Qué tenga que darme la vuelta porque vosotros estáis cazando…! Yo, que siempre me he considerado persona pacífica, de muy buenas y calmadas maneras, le quise hacer ver que aquellos cazadores estaban monteando legalmente y en su pleno derecho. Pero, ¡ay…!, pronuncié la palabra mágica: ¡derecho! —¿Derecho? —me preguntó—. ¡Derecho el mío! ¡Cómo ciudadana que soy, tengo derecho a pasear por el campo, pues para eso pago mis impuestos! —¡Vaya hombre…! ¡Ya estamos con los derechos de los ciudadanos! —exclamé–. Y, ya que eres una ciudadana en toda regla, ¿por qué no instalas el salón de tu casa en la plaza del pueblo? Al fin y al cabo, y teniendo en cuenta que con el pago de tus impuestos pagas también el alumbrado de la calle, estás en tu derecho, ¿no? Pues bien, querida ciudadana, los cazadores, y concretamente los cazadores propietarios del coto por el que tú paseas todos los días con tu perro, somos también ciudadanos, pues también pagamos los impuestos como tú, pero, además, pagamos por el uso y disfrute de ese coto —terreno por el que tú paseas de gorra—, y pagamos —entre otras muchas cosas— por una licencia que nos da DERECHO a ejercer la actividad cinegética; es decir, nos da DERECHO a cazar en ese coto. Por lo tanto, ahora soy yo la que pregunta: ¿derecho…? ¡Derecho el mío, respetada ciudadana! En cualquier caso te diré que, como ciudadana que eres, también tienes alguna obligación que otra; en primer lugar, la obligación de respetar a otros ciudadanos —que, insisto, también lo son, aunque sean cazadores—, y, en segundo lugar, la de aprender a respetar los carteles en los que bien claro puede leerse: «¡Prohibido el paso, montería!». Publicado en Caza y Safaris, marzo de 2010
Comparte este artículo

Publicidad