La modalidad maldita

Me imagino que las modalidades de caza que se practican en la actualidad tienen su origen en la noche de los tiempos, y se han mantenido precisamente porque son las más eficaces —y también gratificantes— a la hora de cazar las especies para las que han sido pensadas.


La batida —que en nuestro país se sublima en la montería—, el rececho, la espera, la caza al paso, al salto, etc., se practican desde tiempo inmemorial, posiblemente desde que el hombre fue capaz de tirar una piedra con fuerza, o poner un lazo o una red. Con la llegada de las armas de fuego todas estas modalidades sufren pocos cambios en su esencia, salvo que se hacen más eficaces y menos sufridas para el cazador: ya no hay que ponerse a cuatro metros de la pieza para abatirla, con todo lo que ello implica. Pues bien, todas estas modalidades, con sus lógicos ajustes, se han conservado tal cual hasta terminar reconocidas y amparadas por las leyes de caza. Todas menos una, la espera del jabalí, una modalidad que sólo puede practicarse cuando se pone el sol porque nuestros cerdosos, por suerte o por desgracia, son de costumbres crepusculares y nocturnas. No sé por qué pero la espera del jabalí sigue siendo una modalidad maldita, cuando no prohibida —como pasa en Andalucía—, autorizándose sólo con carácter excepcional para evitar daños, principalmente agrícolas, despojándola por tanto de esa legitimidad y ese reconocimiento que parecen tener otras modalidades como el rececho o la montería. No entiendo por qué, si un coto está autorizado a cazar un determinado número de jabalíes, no puede hacerse también de noche, de espera, con todas las regulaciones que se quieran —cebando o no, con luz o sólo con visor, etc.—. Creo que esta alergia de nuestros legisladores hacia la espera se debe, principalmente, a dos factores. Uno es puramente biológico, es decir, la noche, la oscuridad, el mundo de las sombras, sigue pesando mucho en nuestra mentalidad, en nuestra forma de entender el mundo, y esto termina reflejándose en las leyes. Aunque nuestra propia tecnología nos permita ver incluso en la más absoluta oscuridad, seguimos siendo animales diurnos y desconfiamos de la noche. La nocturnidad siempre ha sido un agravante. La otra razón también es biológica, pero de otra naturaleza y muy propia de los cazadores: el egoísmo. El que no haya querido o podido sucumbir al embrujo de la espera y sí de las batidas y monterías, no quiere competencia nocturna, y se comporta, permítanme el símil, como una rapaz la diurna que ha visto un búho, alegrándose de los recortes y obstáculos que les ponen a los esperistas. Sin embargo la espera está afectada por una feliz y a la vez trágica contradicción, y es su tremenda popularidad, de modo que el maltrato legal que sufre no se corresponda con la enorme afición que arrastra y que sigue aumentando. ¿Las razones? La principal, la emoción que entraña esperar un guarro en mitad de la noche, un animal siempre esquivo que despierta como pocos nuestro instinto predador. Luego está esa soledad y ese silencio bajo las estrellas o la luna, ese magnetismo de la noche y los sonidos de sus habitantes que disparan a cada momento nuestra imaginación. Si a eso unimos la existencia de elementos tecnológicos que hacen las esperas cómodas y eficaces, se entiende que sean tantos los cazadores que la practican, pero siempre con el miedo en el cuerpo porque los legisladores no terminan de regularla como cualquier otra modadidad en sí misma y no sólo como herramienta eficaz para amortiguar los daños del jabalí. La espera, como cualquier otra modalidad ancestral, merece ese justo reconocimiento.
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