Cotos para los más necesitados

Cuando a finales de los 80 me fui a Madrid a estudiar periodismo una de mis principales preocupaciones era dónde iba a cazar. La economía de un estudiante siempre estaba en crisis —perdón, desacelerada—, de modo que la acción de un coto quedaba descartada, al igual que el pago de cacerías sueltas. Tampoco tenía aún amigos que me pudieran invitar por lo menos a pasear la escopeta.


Ante un panorama tan amargo que a buen seguro podía perjudicar mi equilibrio interior y por tanto mis resultados académicos, y ante la negativa paterna de incrementar el presupuesto para este fin sin la más mínima negociación, no tuve más remedio que iniciar la búsqueda de otras alternativas. Me enteré entonces que en Madrid había algunas sociedades de cazadores que todos los domingos salían a cazar a lo libre en un autobús con perros y todo. Aterricé en la Sociedad de Cazadores El Pilar, que lógicamente tenía su sede en un bar del barrio madrileño del mismo nombre. Y encontré, aparte de gente tan maravillosa como sencilla y auténticos cazadores de escopeta y perro, una fórmula perfecta para cazar a precios populares. Y quien sabía cazar, cazaba. No se hacían perchas voluminosas, pero sí auténticas y sacrificadas. El lema Venare non est occidere —cazar no es matar— del Real Club de Monteros de Madrid lo aplicaban cada domingo y de verdad los socios de El Pilar en duros terrenos extremeños o manchegos. Con los años, estas sociedades de cazadores fueron desapareciendo al tiempo que los terrenos libres menguaban o sencillamente dejaban de existir. Unas veces porque se acotaban y otras porque las autonomías los fueron prohibiendo: Castilla y León, Andalucía, Castilla-La Mancha —en extensiones menores de 250 hectáreas— y Madrid. Justificada o no la caza en los terrenos libres, lo cierto es que hoy día cazar, aparte de caro, puede ser una misión imposible para gente con pocos recursos que no haya tenido la suerte de vivir, o por lo menos haber nacido, en un pueblo que tenga una sociedad de cazadores con terreno cazable. Y por suerte y por desgracia, España es cada vez más urbana. Teóricamente y por número de nacimientos, la cantera de cazadores debería estar mayoritariamente en las ciudades. Sin embargo, difícilmente germinará la semilla cazadora entre el cemento y regada con la incomprensión y el desconocimiento que tiene el urbanita del campo y de la caza. Y si a pesar de todo esa semilla, por su fortaleza, es capaz de echar raíces, ¿qué futuro tendrá cuando no pueda desarrollarse ante la falta de suelo, de cazadero? No quiero decir con esto que los poderes públicos tengan obligatoriamente que conseguir que todos los cazadores posean un terreno donde cazar. Ni mucho menos. La caza, a diferencia de lo que piensan algunos, no es un derecho fundamental como la salud o la educación y, afortunadamente, en este país existe el libre mercado. Lo que sí tendrían que hacer las administraciones públicas es ofrecer a los más desfavorecidos, mientras lo sean, alguna posibilidad de cazar en los muchos cotos de titularidad pública que existen en sus territorios, o en terrenos libres reconvertidos. Por otro lado, todas esas sociedades de cazadores, la mayoría federadas, que cazan terrenos públicos en exclusiva, deberían hacer un pequeño esfuerzo por acoger, aunque no sean hijos del pueblo, a algunos de estos cazadores. De todas formas, una cosa es cierta: quien de verdad tenga en su ADN el gen de la caza, por muchos obstáculos que le pongan, de una forma u otra, con mayor o menor intensidad, terminará cazando. Lo digo por experiencia.
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