Aquellos niños de pueblo

La curiosidad infantil es total, el niño se interesa por todo lo que ve, por todo lo que oye, y particularmente con más atención por todo lo que toca. Su fisgoneo es el primer escalón de su aprendizaje y el que le estimula a querer construir.


El niño de ayer, nacido en pueblo, con sus juegos exploraba su entorno y así adquiría el conocimiento, empírico, de lo que había en la naturaleza que le rodeaba.

Hace un siglo los pueblos estaban llenos de niños que intentaban agarrar para ver, para conocer, prácticamente todos llevaban su tirachinas en el bolsillo. Perseguían los pajarillos, ponían trampas para capturar a estos y otros animalitos, ampliando cada día su conocimiento del medio. A medida que se hacían mayores evolucionaban para practicar una cinegética que ya llevaba dentro el germen conservacionista, puesto que la pieza de caza era una comida que había que cuidar para recolectarla en su momento.

La colocación de trampas para atrapar animales fue la habilidad que situó al hombre en la cúspide del estatus cazador en la naturaleza. Este ingenio ancestral basado en la inteligencia de observación del entorno dio origen a nuestra civilización. Así de la misma manera que en la enseñanza reglada el estudiante curso tras curso recorre conocimientos en orden histórico —piénsese por ejemplo que el recorrido de edad desde que una persona aprende a sumar hasta llegar al cálculo infinitesimal se corresponde con siglos de progreso—. De esta manera el niño que fabrica una herramienta para cazar está empezando a recorrer la historia humana.

En la novela Ya se acabó el alboroto recojo un testimonio de lo que eran aquellos muchachos, nuestros abuelos. Aunque la narración se sitúa en 1920 me fue contado por un protagonista, que en su infancia por 1940 practicaba lo que hoy nos parece mentira.

«En el pueblo los chavales atrapaban pájaros con una ballesta, que llamaban esparrilla, construida por ellos mismos y que colocaban en lo alto de los matorrales. Ésta consistía en una varilla con la que se hacía un arco, preferentemente de brezo que por su particular elasticidad recupera rápidamente su posición inicial.

En un extremo de la vara se ataba un hilo doblado y por el otro se hacía una ranura por la que se pasaba la doble tira. Se tensaba el arco y con dos palitos en cruz a la par que se mantenía la tensión de la rama, se formaba la plataforma mortal para que se posara el pajarillo. Cuando esto ocurría cedían los maderillos, y la avecilla al caer era atrapada por el doble hilo recibiendo garrote al recuperar el resorte de brezo su posición…

El deseo de atrapar otros animales silvestres se iba desarrollando en él, y un buen día salió al monte por ver si podía atrapar una liebre… sacó del bolsillo de su pantalón un rollo pequeñito de alambre y cuerda…Con el alambre hizo un lazo que prolongó con el cordel de brabante con el que bailaba su peonza».

Ya se acabó el alboroto. Disponible en este enlace.

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