La carne

El trofeo, el lance y… la carne. Posiblemente habría que enumerar al revés estos tres conceptos históricos que han definido la afición a la caza, ya que el hombre fue cazador fundamentalmente para conseguir carne como fuente de proteínas.


Con el paso del tiempo, cuando la actividad venatoria pasó a ser también deporte, empezó a valorar la emoción del lance y la consecución del trofeo; coexistiendo esta triada hasta hoy, ya que según el perfil del cazador éste buscará su trofeo, o deseará disfrutar de un lance inolvidable, o puede que le entusiasme el guiso de caza. Naturalmente una acción de estas no excluye las otras. Vamos a detenernos en esto último, que no está tan olvidado como a veces parece. Hablamos de las virtudes de la caza como herramienta de gestión de poblaciones de fauna silvestre, y de la necesidad de practicarla para mantener y favorecer el estatus de los animales. Pero no es nada despreciable la carne como aprovechamiento forestal-cinegético. Basta dar una vuelta por un mercado para ver la variada oferta de embutidos y patés que se ofrecen en stands de delicatesen, amén de restaurantes especializados en platos de venatoria. Hace poco vi en un libro de cocina, de los años sesenta del siglo pasado, una receta de civet de liebre que empezaba con esta frase casi sacramental: «Si tiene usted un amigo cazador que le regale una liebre…». Como se ve el autor asocia al cazador con un proveedor, amigo y altruista, que consigue un manjar que no está al alcance de todos por la dificultad de su consecución. En las monterías la tarea de recoger las reses, para su aprovechamiento, es ya tradicional por la logística desarrollada durante las mismas, ya que al tratarse de una caza masiva se puede comercializar el volumen de venta de carne en un solo día. La junta de carnes valora todos y cada uno de los ejemplares abatidos; rechazará algunos porque hay casos en que su carne no sirve para el consumo humano, por ejemplo animales viejos o enfermos. Pero esta carne sirve de alimento a animales predadores y necrófagos, porque si el territorio en que se ha cazado está bien gestionado tendrá puntos de alimentación para éstos. Pero no siempre estamos en esa situación. Un ciervo abatido en rececho por un cazador solitario le planteará el problema de su traslado. Ocurre a veces que se llevará el trofeo y dejará los restos del animal abatido, con el razonamiento —que apaga la mala conciencia ecológica— de que servirán de comida a otros animales, pero eso no es exactamente así. Para estos casos habría que establecer unos muladares, estratégicamente situados, de manera que no entorpezcan el aprovechamiento múltiple, y que no interfieran con el desarrollo de otras actividades medioambientales de gestión integral del territorio. De este modo evitaríamos, por ejemplo, que practicantes del senderismo se toparan con el desagradable espectáculo de un animal degollado y en estado de descomposición. Todos los naturalistas nos debemos respeto mutuo. El cazador adquiere derechos sobre el ejercicio cinegético que están regulados por la correspondiente administración. De ahí los famosos precintos de caza mayor, estos permisos que muchas veces son gestionados por sociedades deportivas del medio rural, se ceden a menudo a cazadores foráneos; como generalmente éstos no pueden llevarse consigo la pieza abatida, tienen que abandonarla, pero hay colectivos de cazadores que obligan al que ha obtenido el trofeo a comunicar inmediatamente donde están los restos para su aprovechamiento, pues en los pueblos la carne de monte sigue siendo muy codiciada. Sin embargo el problema subsiste si no son aprovechables, o deseables, para el consumo por lo dicho anteriormente, porque a falta de una regulación expresa, se abandonan.
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