Incendios, la ruina del propietario

Llega otro verano a estas secas tierras del sur, y de nuevo llega la amenaza de los incendios forestales, que este año puede ser muy seria porque llovió mucho en mayo y salió mucha hierba que ahora se ha convertido en pasto seco, en yesca.


La situación de nuestros campos vuelve a ser lamentable. La paulatina desaparición de ese efectivo cuerpo de bomberos campestre que era el ganado extensivo provoca que muchos campos ardan con sólo mirarlo. A ello también ha contribuido la desaparición de los piconeros, que sacaban su jornal limpiando monte bajo para hacer su cisco y su carbón en esos hornos campestres tan bonitos y rurales que se llevaban días echando humo por diversas chimeneas. A la pérdida de estos usos tradicionales, que mantenían el campo con tanta vida, e impedían de paso que existieran esos grandes incendios forestales, se suma esa norma no escrita de que los ecosistemas deben ser intocables, que cualquier planta está ahí por algo y nadie tiene derecho a quitarla. Claro, luego la quita el fuego, que pone orden a su manera. Y para rematar, esas inmensas plantaciones de pino carrasco y eucalipto, que requieren un desbroce intensivo que no tienen y que arden como teas. Ya lo dije hace tiempo aquí. Antes, cuando vivía el dueño de esta finca, su piara de cabras y ovejas mantenía el campo limpio, y daba gusto ver cómo los animales mantenían a raya los zarzales de los barrancos, haciendo visibles y utilizables por toda la fauna algunos charcos que daban agua todo el verano. Hoy los barrancos son sucesiones impenetrables de zarzas, completamente cegados, que dan cobijo a todo tipo de depredadores y poca utilidad al resto de la fauna. También el dueño de la finca, en días de viento favorable y habiendo preparado previamente la zona metiendo aquí o allá su ganado, a finales de septiembre metía un meditado cerillazo y quitaba ese pasto viejo y ese matorral que ya no valía, y en pocos días, con las primeras lluvias de octubre, todo se cubría de un verde esperanza. Así lo hacía él, lo hizo su padre y antes su abuelo. El fuego, sabiamente utilizado, formaba parte del campo y de la vida. Pero llegaron los alatoyás medioambientales y desde sus despachos, con sus leyes, sus decretos y con suculentas multas asustaron a los hombres del campo, los primeros interesados en que no se quemaran sus fincas, y el monte empezó a inundarlo todo, y como hasta para arrancar una jara había que pedir permiso y los ganados eran una ruina, la gente se olvidó del campo, que se ha convertido, con esta sequedad, en una perita en dulce para las llamas, vengan de dónde vengan y por la razón que sea. Está claro que el pirómano siempre tendrá razones para meter la cerilla, y el malnacido de turno, pero un campo limpio, por mucho que se quiera, no arde. La Junta de Andalucía es muy clara en este sentido y sigue esa política acosadora hacia el propietario rural. Los propietarios deben tener aprobado su plan de incendios, que conlleva carísimos trabajos de prevención como anchos cortafuegos perimetrales, etc. Si a pesar de esto llega el fuego, el propietario sólo tendrá que pagar el 25 por ciento del coste de la extinción y hasta un máximo de algo más de doce mil euros, pero ay de aquel propietario que no tenga este plan, que no es obligatorio, y se queme su finca. Pues se queda con la finca quemada y teniendo que pagar los gastos de extinción, dándose el caso de propietarios que han tenido que vender una parte de la misma para poder pagar. Una hora de extinción de un incendio forestal cuesta más de 50.000 euros. En Andalucía, para la Administración, tener una finca parece ser cosa de terratenientes millonarios, cuando hay mucha gente que las heredó y vive de su sueldo. Hablo de fincas rústicas sin ninguna rentabilidad o tan poca que sólo pueden mantenerse con el sacrificio económico de sus propietarios, bueno, propietarios a medias porque para hacer cualquier cosa necesitan el permiso de la Administración.
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