Ni perdices ni cazadores

Que apenas quedan perdices salvajes es cierto. Las sigue habiendo, cierto también, pero son la excepción. Esa perdiz que en cualquier sierra de España se te arrancaba, después de algunos vuelos, con una fuerza inusitaba, un ruidoso batir de alas y lanzando un sonoro ‘pichu, pichu’, cada vez es menos fecuente.


Y es normal, mientras que en la campiña la moderna agricultura —mecanización del campo, semillas blindadas, siembras de ciclo muy corto que malogra muchas puestas— y en la sierra la ausencia de siembras, la invasión del monte y un excesivo aumento de predadores, entre ellos el jabalí, tanto en campiñas como en sierras, ha conseguido que las perdices salvajes sean muy escasas. Y para rematar el desastre, la suelta masiva de perdices de granja, con sus hibridaciones y enfermedades, que también ha contribuído, y mucho, en su escasez.

Pero también es cierto, por el paso del tiempo, que ya apenas quedan cazadores de perdices salvajes. Me explico. Cuando yo empecé a cazar, hace más de 30 años, mi generación aprendió a cazar con la perdiz salvaje, pues no había otra. Las cazábamos al salto, en mano, a ojeo y con reclamo.

Salíamos solos o en cuadrilla tras una perdiz esquiva, no siempre muy abundante, y que nos exigía interminables y fatigosas jornadas, pero la disfrutábamos con mucha pasión, incluso las buscábamos en lo libre —terreno inexistente ya en España donde podía cazar cualquiera y por tanto con muy poca caza—. Pero los cazadores de ahora apenas han cazado o cazan perdices salvajes porque aparte de que casi no las hay, tienen un divertido sucedáneo, la de granja, que bien aclimatada da juego, se pegan muchos tiros y los perros también se divierten.

Perseguir hoy perdices salvajes no merece la pena por su escasez y dureza. Sin embargo, los que ya pintamos canas, seguimos prefiriendo esa perdiz salvaje que tanto nos hace vibrar, a pesar de que ya las fuerzas nos fallan. Pero esto también ha pasado en los ojeos —menos— y mucho en la perdiz con reclamo.

Conozco varios perdigoneros que no han vuelto a colgar porque le asquea la perdiz de granja. Dentro de veinte años —ojalá me equivoque— muy pocos cazadores se acordarán de la brava y silvestre perdiz roja porque la nueva generación de cazadores apenas la conoció y por tanto no va a echarla de menos.

Pero un día, cazando otra especie en algún punto remoto de nuestra geografía, una perdiz salvaje levantará el vuelo con una fuerza inusitada y con ese sonoro batir de alas, y lanzando su pichu, pichu a los cuatro vientos, la mirará hasta perderla de vista, y dirá: «Parecía una perdiz, pero una perdiz no hace eso».

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