El gen cazador

Ahora que es tiempo de mar y playa, unos amigos del pueblo organizaron una salida marítima-gastronómica, que es lo único que me gusta de la playa. El agua está muy fría y salada, y la arena, muy molesta, se te mete por todos lados. Vamos que hasta que no la alicaten, no pienso pisar la orilla.


Mis compañeros eligieron un chiringuito cerca de la orilla. Y en la misma orilla, perpendicular a ésta, nacía un espigón de piedras oscuras, que me dijeron que era para retener la arena y no se la lleve las mareas y las corrientes. Pues bien, no sé si porque esas piedras negras me recordaban el monte o porque en torno a ellas merodeaba un emjambre de niños, el caso es que aquella escena llamó mucho mi atención.

La marea, medio baja, dejaba ver unos 25 metros de espigón, que decenas de niños revisaban con mucha decisión. Miraban y requetemiraban entre las piedras, metían la mano entre ellas, volteaban algunas, las más pequeñas. De repente alguno daba un respingo o un grito, o ambas cosas, y retiraba rauda su mano para al momento volver a hundirla entre aquellas piedras.

De repente uno gritó como un poseso y metió algo en su cubo de playa. Gran parte de los presentes acudieron a ver qué había capturado. Pero al instante volvieron a revisar el espigón con ansias renovadas. Era un grupo variopinto en sexo y edades, quizás con más chicos que chicas y edades comprendidas entre los seis y doce años. No sé por qué, pero el trasiego de aquella chiquillería era hipnótico.

Pregunté a mis colegas qué hacían esos niños, y me contestaron que posiblemente estuvieran cogiendo cangrejos. O sea cazando cangrejos, dije en voz alta y seguí hablando: Os habéis fijado, niños bien alimentados, risueños, felices, que en vez de jugar a otras muchas cosas, se ponen a cazar cangrejos, con el peligro que eso tiene, que pueden hacerse una herida con alguna roca o simplemente sufrir el dolor de unas pinzas cerrarse sobre las yemas de sus pequeños dedos. No sé a vosotros, pero lo que hacen esos niños demuestra que la caza, la predación en el ser humano, es innata y sin duda placentera, a pesar de los riesgos y penurias que conlleva: hacerse daño, estar demasiado tiempo al sol, etc.

Esa incertidumbre en la captura, aplicar una estrategia y vencer —capturar— al animal, compensa al cazador, a esos niños. Y se les ve risueños, felices. Fijaos en algunos documentales de tribus cazadoras, no se ve a nadie de la cuadrilla amargado, al revés, rezuman felicidad. Y otra cosa muy importante, esos niños están bien alimentados. Pero imaginaros que encima necesitaran esos cangrejos para comer, para sobrevivir. Posiblemente pondrían más entusiamo y concentración, y arriesgarían más sus vidas.

Así actuaban, guardando las distancias, nuestros antepasados casi todos los días de su existencia. Y así durante miles de años. Y esa ocupación —la caza— terminaría formando parte de su instinto, de su ADN, y quizá por eso, como al gato, al hombre, en general, le gusta cazar, predar, perseguir animales y capturarlos, llámese como se quiera.

Luego la educación y su entorno modificará sus gustos y aficiones, y si alguno tiene la suerte de que alguien de su familia cace, y ese niño tiene verdaderamente el «gen cazador», terminará cazando. Le llamo yo «gen cazador» a esa predisposición, muy poderosa en algunas personas, para la caza y el campo, pues conozco gente que, estando rodeado de campo y caza, nunca les llamó la atención la actividad cinegética, y otras que apenas tuvieron ese contacto cinegético y a la primera oportunidad se hacen apasionados cazadores.

Y conozco el caso de mi sobrino Javier, el mayor de cuatro hermanos, con una pasión desbordada por la caza mientras que a sus sus hermanos les gustan otras muchas cosas menos cazar. Yo no encuentro otra razón, a lo mejor muy infantil, que creer en ese gen.

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