Cuando las camperas entran en la plaza…

Todas las fases de un puesto del reclamo de perdiz tienen su particular encanto. El ceremonial que seguimos comienza en nuestro domicilio, al ponerle la sayuela a nuestro figura, lo cual hacemos sin brusquedades, con mimo, procurando que nuestro campeón asocie este necesario acto como una salida gustosa al campo. Algunos, de los más veteranos, suelen ofrecernos signos de júbilo cuando nos ven aproximarnos con el capillo en la mano, pues ya saben que se encaminan a su fiesta, que también es la nuestra.


Lo anteriormente expuesto viene a ser el comienzo de una jornada del cuco, como yo suelo decir, pues el lance cuquillero empieza en nuestro hogar y termina en el campo cuando damos por concluido el puesto y nos encaminamos con la cobija para felicitar a nuestro pájaro, siempre con gestos y palabras cariñosas, para concluir tapando al director de la obra que acabamos de presenciar.

Otro aspecto interesante que conviene resaltar, es el referido a la primera reacción que muestra el perdigón en el tanto una vez desprovisto de la funda, que lo mantenía en una necesaria penumbra. En este sentido, me gusta estar cerca de él para ver la actitud que muestra al contemplar por primera vez el campo.

Posiblemente una de las partes de un puesto que genera mayor emoción es la siempre imprevisible entrada del campo en la plaza

No perdemos ni un detalle de su reacción, le palilleamos de forma muy suave quizás para transmitirle confianza y seguridad al vernos a su lado, aunque este hecho suele ser el detonante para aquellos pájaros broncos, ariscos hasta la saciedad, que terminan por regalarnos saltos de ingratitud dejándose parte de su anatomía pegada en el techo de la jaula…

El trabajo que hace nuestro reclamo, las paradas intencionadas que realiza para no atosigar a las camperas y comprobar así sus respuestas, esos obligados e intencionados descansos sonoros que hacen mover a las campestres, la inevitable taquicardia que nos sobreviene cuando escuchamos ya muy cercana la voz del campo, el perfecto recibo de nuestro campeón…en fin, tantos y tantos elementos conforman esta modalidad cinegética, todos ellos impregnados indudablemente con una enorme pasión.

Posiblemente una de las partes de un puesto que genera mayor emoción es la siempre imprevisible entrada del campo en la plaza, claro cuando existe este hecho. Y es, precisamente, este aspecto cuquillero el que paso a desarrollar.

Cuando la voz guerrera de la perdiz salvaje, por fin, se deja oír en su querencia, provocada por las continuas y provocadoras salidas de nuestro pájaro, llega el momento de hacer cábalas sobre su acercamiento, de pensar en las previsiones de su entrada en plaza. Es, en estos instantes, cuando nuestra capacidad de audición trata de agudizarse al máximo, procurando escuchar lo más nítido posible el mensaje retador que nos envía el bravo garbón desde su atalaya.

Posiblemente sea un bravucón, pendenciero, que hace gala de una falsa valentía delante de su hembra. A lo mejor se trata de un aparente guerrero que trata de desalojarlo de su querencia, a través de la distancia que los separa, pero que no muestra con los mensajes intimidatorios que prodiga interés alguno por aproximarse. En algunos casos, estos camperos suelen acercarse algo al tanto, en cuanto nuestro reclamo realiza alguna callada. Quizás intuyeron que aquél que lo retaba había abandonado ya el lugar que ocupaba, o que mostraba de esta manera signos de debilidad al enmudecer en sus cantos.

En estos casos, cuando nuestro pájaro vuelve a iniciar su trabajo se suelen atrancar en las inmediaciones del puesto y como mucho aparecen en plaza apeonando con rapidez, chupaos, dirigiéndose no de forma frontal el enjaulado y sí con la intención de buscar una rápida salida entre el monte para no volver más. Este mismo comportamiento muestra la collera desprovista de celo que entra en de curioseo, sin mostrar la menor intención de batirse con nuestro perdigón, a pesar de sus magistral y meloso trabajo.

Seguramente, una de las mejores entradas en plaza que existen es aquella que nos regala aquel aguerrido machote el que, tras oírle sus agrios mensajes en su territorio, se arranca en poderoso vuelo dirigiéndose hacia el lugar que ocupamos. Oímos el inconfundible piolío que viene emitiendo conforme reduce la distancia que nos separa. Irremediablemente, este hecho nos depara sensaciones exclusivas y sólo reservadas para aquellos que vivimos esta afición con una desbordada pasión.

Otras veces la presencia de las camperas en plaza se reduce a entrar en la misma saseando, apeonando muy rápido y con la intención de poner en alerta a nuestro pájaro

Y así, con esta experiencia, nuestro corazón irremediablemente se nos deboca, los latidos se intensifican de forma considerable, la carga emocional con este lance alcanza los registros más altos, la boca se nos seca de inmediato y nuestras piernas, ya temblorosas, se empeñan en regalarnos un baile involuntario y descontrolado…

Sin lugar a dudas no podemos obviar aquella otra en la que las perdices valerosas y cargadas de celo se presentan de callada, sin haber comunicado previamente su llegada. En estos casos, es el macho el que suele entrar primero, lo hace encolerizado, hecho una inmensa bola de plumas, escudado, haciendo la rueda alrededor del arbolete, con temblores evidentes provocados por la ira y la rabia que lo dominan, mirando de reojillo a nuestro pájaro…mientras afila su pico una y otra vez en una piedra del suelo pretendiendo tenerlo bien preparado…pues su intención no es otra que encaramarse de inmediato encima de la jaula, para dar un soberano escarmiento al descarado que ha invadido su territorio.

Poco tiempo después aparece su hembra, que viendo el duelo dialéctico que están manteniendo se suma al espectáculo. Por esta razón, contornea el pulpitillo siguiendo los pasos de su macho, e incluso a veces puja su plumaje incrementando así su imagen agresiva. Su intención es sumar más amenazas a las que ya pregona su consorte. En estos momentos, lo que procede es disfrutar al máximo de la escena que estamos presenciando, dejando que el enfrentamiento continúe. De esta forma, no sólo afinamos el recibo del reclamo, sino además dejamos que desahogue sus ímpetus guerreros.

Otras veces la presencia de las camperas en plaza se reduce a entrar en la misma saseando, apeonando muy rápido y con la intención de poner en alerta a nuestro pájaro, acabando el lance con la desaparición de las perdices de nuestra vista. Este mismo comportamiento lo realizan las pájaras recién enviudadas, que además añaden el revuelo para invitar a su macho a trasladarse a otro lugar, una vez que hemos abatido a su consorte. A veces, esta desesperante forma de actuar de las hembras la ejecutan en las inmediaciones del puesto, tratando de esta forma de poner tierra de por medio al haber escuchado el disparo.

Estas mismas viudas, que perdieron a su bravo galán, son muy dadas a encaramarse en la cruz del olivo más cercano, para reclamar con insistencia la presencia de su pareja. Posiblemente sigan este proceder para que sus ecos sonoros lleguen con mayor claridad y distancia posible y pueda su macho, de esta manera, escuchar sus angustiosos cantos de llamada.

Una de las más emocionantes formas de entrar las camperas al tanto es cuando se sube el macho encima del repostero, o a la jaula, para batirse con nuestro campeón

Una de las más emocionantes formas de entrar las camperas al tanto es cuando se sube el macho encima del repostero, o a la jaula, para batirse con nuestro campeón. Bajo ningún concepto debemos dispararle, ya no solo por el evidente peligro que corre nuestro reclamo, sino también por ir en contra de las normas elementales que rigen esta modalidad de caza. Tampoco debemos hacerlo a la hembra que contornea el pulpitillo y que hace de testigo del enfrentamiento, pues de hacerlo el macho saldrá de vuelo precipitado, emitiendo posiblemente un aterrador piolío en su huida, dejando a nuestro reclamo con una pésima lección. Es más que probable que, con esta lamentable acción, lo situemos en los umbrales de un claro resabio.

Las perdices poco enceladas, resabiadas, o escamadas por haber notado algo extraño en su aproximación al puesto, ofrecen el espectáculo de asomarse entre el monte que delimita la plaza, pero sin ofrecer una franca entrada a la misma. Así se mantienen, hasta que transcurrido un tiempo, que al reclamista se le hace eterno, deciden retirarse de la zona. En su trayecto de retirada siguen con sus cantos de despedida, dejándonos a nosotros malhumorados y a nuestro perdigón con un ataque de nervios por no haber conseguido su objetivo.

Otra forma que tienen de acercarse es la basada en el silencio. No suelen emitir canto alguno en su acercamiento, hasta que nuestro avispado y experimentado oído oye el inconfundible “charasqueo” detrás del puesto. Esas pisadas delatadoras nos hacen subir de inmediato las pulsaciones y sobre todo cuando nos confirman su presencia al emitir un embuchado ahogado. Algunas veces un conato de canto de mayor es el que dispara nuestra adrenalina, hasta ponernos cardíacos, y mientras… seguimos mirando por la tronera para ver la reacción de nuestro reclamo…

Todas estas consideraciones vienen a ser un breve resumen de un lance de esta actividad cinegética, que encierra una gran emoción y sobre todo una enorme dosis de pasión cuquillera. No obstante, tanto en el primer libro que he escrito sobre esta modalidad, titulado: La caza de la perdiz con reclamo. Arte, Tradición, Embrujo y Pasión, como en el segundo que lleva por título: El reclamo de perdiz. Raíces de una caza milenaria, ambos reseñados en esta página, podrás encontrar interesantes contenidos sobre la caza de la perdiz con reclamo, que seguro te sorprenderán gratamente.

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