Perdices anilladas

Anillar o no anillar, esa es la cuestión. La perdiz ha pasado de Reina de la caza menor, a ser el caos cinegético que nos aflige a tantos como añoramos tiempos pasados de generosidad y bravura perdicera. Hablar ahora de perdices de granja, de repoblaciones y de sueltas es el pan nuestro de cada día, porque este idioma encaja perfectamente en un momento en que las perdices de campo, la brava perdiz roja, se nos viene abajo.


En la mayoría de las regiones del norte de España la perdiz siempre fue escasa, pero brava, y aunque queden pocas nos resistimos a echar perdiz de granja. De Madrid hacia abajo el campo siempre fue generoso en perdices y, allí, los negocios cinegéticos no se han resignado a la escasez y han aliviado la penuria perdicera a partir de perdiz doméstica. Como en todo, hay honrosas excepciones de gestores que tienen claro lo que quieren y se resisten al artificio. Caso ejemplar el de esa agrupación AMPER que se crea alrededor de la defensa de nuestra natural y brava perdiz roja en la provincia de Cádiz.

La perdiz de criadero llena el morral, pero se entrega mansueta y no satisface al cazador recio, que busca el reto en la dificultad del lance. Pero, además de mansa, la perdiz de granja cuando es manejada por inexpertos y criadores poco profesionales, es un gran peligro para la amenazada perdiz montaraz que fue siempre orgullo de la caza en España. La claudicación de la perdiz de granja, a que aludíamos, sin ninguna resistencia ni rebeldía, infravalora la caza y disminuye el estímulo del deportista, pero no es donde está el peligro; una perdiz de granja pura y sana, aunque no se adorne de ese atributo singular del valor silvestre de la bravura, es una perdiz admisible que puede ir adquiriendo difidencia si somos capaces de mantenerla viva en el campo el tiempo suficiente como para que, o espabila, o la naturaleza le aplicará inexorablemente la filosofía darwiniana. El grave peligro se presenta porque en el campo se está echando de todo, perdiz criada con ciertas garantías y también, mucha morralla, mucha perdiz hibridada, enferma y portando parásitos extraños. Y los cazadores, que conocemos y hablamos de la situación constantemente, no hacemos nada, o hacemos muy poco, por evitar este bastardeo continuo a la naturaleza. Entre todos estamos acabando con uno de los valores naturales más genuinos de la fauna española.

¿Cómo distinguir al profesional del chapucero contaminador? Creo que ya nos conocemos casi todos. Sería muy bueno poder identificar la denominación de origen, el marchamo que distinga a una perdiz de otra a través de su anilla. La anilla posibilita que el cazador convencido de su bondad pueda solicitar una marca determinada, como se distingue una corbata, o el lechazo churro. Si la perdiz sobrevive una o varias temporadas, la anilla permitiría al gestor del coto poderlo certificar. La anilla evita que nos den gato con aspecto de liebre, además, posibilita los controles legales que requiere el manejo de la fauna y también, la aplicación de cualquier subvención a la actividad, o el pago de impuestos de su transacción comercial. La anilla obligatoria impide en gran medida el negocio a tanto mercachifle que compra una incubadora y suelta lo que de allí salga, para contaminar su coto y los limítrofes.

La anilla tiene algún inconveniente. Hay algunas perdices que en primavera buscan un territorio de calidad y se desplazan incluso hasta 16 Km. según certifican algunos estudios. En cualquier caso, estamos hablando de porcentajes insignificantes y encontrar una anilla entre muchas perdices bravas no quitaría prestigio al coto receptor y menos, sabiendo que esa perdiz ya ha pasado los controles de calidad, además de un invierno en campo y se conoce su procedencia. También puede resultar negativo el coste del anillamiento; pero creo que cualquier administración estaría dispuesta a subvencionar la posibilidad de controlar lo que se suelta al campo. Yo no veo otros problemas. En todo caso, pienso que las bondades de anillar superan holgadamente a los inconvenientes.

Los que no desean controlar sus perdices será porque tienen algo que ocultar. Todo apunta que a nuestros mejores espacios perdiceros se sueltan alrededor de cinco millones de perdices. Los datos de capturas anuales, de tres a cuatro millones de perdices, que manejamos en las estadísticas que entregan cada año las Comunidades Autónomas, nos hacen estimar que hay cerca de dos millones de perdices que no se declaran. Las perdices bravas no hay por qué ocultarlas, ya que es un prestigio que el coto disponga de ellas. Como tienen mala prensa, como norma general, ninguno de los dos implicados en la suelta de perdices quiere darlo a conocer. Ni el organizador, que no quiere descubrir que a lo que se dispara es a un animal lerdo, ni el productor, por razones impositivas obvias.

Las perdices son liberadas de dos maneras: para sueltas y para repoblaciones y estas últimas, bien para reforzar a polladas silvestres, bien como perdices adultas en cercas de aclimatación. Esto es totalmente legal y en muchos territorios imprescindible. Pero la perdiz debería ser patrimonio de la humanidad y su custodia es una responsabilidad de los poderes públicos y también de los cazadores. Y ninguno la estamos protegiendo.

?Qué hacer para cumplir ese objetivo? Además de otras actuaciones; creo que hemos dado ya el primer paso y la Federación a través de FEDENCA está colaborando en un estudio con el CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas) que determinará el grado de hibridación de las perdices. Después de que se conozca esto, se establecerá el control de calidad y aquellas granjas que lo deseen y superen las correspondientes auditorías dispondrán de la certificación como suministradora recomendable de perdices. Anillar será, no sólo una exigencia del consumidor, sino, un derecho que reivindicará el criador responsable. Pues si es así, deberíamos empezar cuanto antes.

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