Aquellos autobuses de lo ‘libre’

Aquellos autobuses de lo ‘libre’

Cuando en la década de los 90 me fui a estudiar periodismo a Madrid desde mi Huelva natal, supe que iba a tener que renunciar a la caza, que practicaba todos los fines de semana. En Madrid no conocía a nadie, no tenía amigos y pagar un coto superaba mi presupuesto, así que salvo en vacaciones o algún que otro puente, iba a tener que colgar la escopeta.


Así fue el primer año, pero como era un yonki de la caza, el segundo año ya empecé a buscar alternativas. No sé cómo me enteré, pero supe que en Madrid había sociedades de cazadores que, a precios muy asequibles, salían a cazar a terrenos libres fuera de la Comunidad de Madrid, porque los que había en Madrid eran zonas pequeñas y estaban muy cazadas.

Me hablaron muy bien de la Sociedad de cazadores El Pilar, denominada así porque sus cazadores vivían principalmente en este barrio de Madrid y precisamente de ahí salía su autobús de cazadores. Me hablaron de un bar de ese barrio, Casa Pepe, donde se reunían los cazadores y allí me fui una tarde, pregunté y enseguida me vi rodeado de cazadores que me acogieron con mucho cariño.

Me apunté a la peña por una cantidad asumible y esperé con ansiedad esa primera salida a lo “libre”. El autobús salía los domingos muy temprano, a las 4 o las 5 de la mañana y en función del destino, generalmente zonas de Castilla-La Mancha o incluso Badajoz. Recuerdo mi primera salida con mucha emoción y ansiedad. Cogí uno de los últimos metros, pues el taxi se salía de mi presupuesto. Cuando llegué al lugar de reunión no había casi nadie, era aún muy pronto, sobre las dos de la madrugada, pero poco a poco fueron llegando algunos cazadores, muchos solos con sus neveras y algunos hasta con perro.

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Al cabo de un rato llegó el autobús, un autobús normal de línea que la sociedad contrataba. En el ambiente se respiraba mucha emoción y nerviosismo, los cazadores se saludaban y los perros se movían inquietos sabedores de que iban de caza. Pasado un tiempo los cazadores fuimos subiendo al autobús y ocupando los asientos que queríamos. Las cuadrillas se sentaban juntas y los solitarios como yo buscábamos otro compañero para charlar. A los perros sus dueños los iban metiendo en el maletero del autobús y luego se subían al autobús hasta que el presidente anunciaba al conductor que estábamos todos. Este cerraba el maletero, se montaba en su asiento, cerraba las puertas e iniciaba la marcha.

Aquello era una fiesta, todo el mundo hablaba con alguien, algunos se cambiaban de asiento y los menos buscaban el mejor lugar para dormir, pues muchos habían trabajado todo el día y necesitaban echar una cabezadita. La mayoría eran trabajadores de la construcción o profesionales liberales: fontaneros, montadores, mecánicos, incluso había algún que otro cocinero. La edad, entre los 30 y 60 años, aunque también había algún que otro joven como yo con veintipocos años.

Al poco tiempo ya estábamos circulando por alguna autovía y el personal se relajaba, empezaban los primeros ronquidos y la película que el conductor había puesto era sustituida por otra para adultos que traía para la ocasión alguno de los viajeros. De vez en cuando los perros se peleaban, pelea que sofocaban todos los cazadores pateando el suelo con sus pies. También se hacían rifas para mejorar la economía de la peña: una caja de cartuchos, una percha o cualquier pertrecho. Se cogía una baraja y se vendía cada carta a cien pesetas, luego se sacaba otra baraja y una mano inocente sacaba una carta y quien la tuviera se llevaba el premio.

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Tras 4 o 5 horas el autobús llegaba al cazadero, ya de día, y los cazadores salían en estampida, recogiendo antes su perro y desaparecían. Hay que decir que en esta época, y más cuando años después llegó Tragacete, el Campeonato de España de Caza Menor con Perro que celebraba la Real Federación Española de Caza tenía mucho prestigio y muchos cazadores luchaban por ser el mejor de la peña, porque el mejor, el que más cazara en la temporada, iba después al campeonato provincial de Madrid, luego al interautonómico y finalmente podía conseguir una plaza en el Nacional, que era lo máximo y da una idea del nivel de estos cazadores y de esa final. Pero estos eran los menos, la mayoría íbamos a echar un día de caza sin otra pretensión.

Algunos iban solos, otros en pareja y también se formaban cuadrillas. La mayoría ya conocía el cazadero. Había poca caza, la verdad, pero a mí no me importaba porque estaba acostumbrado a una caza escasa y difícil. Teníamos todo el día para cazar, pero había que estar de vuelta a una hora para volver a Madrid. Muchos cazaban hasta la hora de comer, luego volvían al autobús, sacaban sus cestos y neveras y comían en el campo con tranquilidad. Yo prefería cazar solo, como solía hacerlo, y sabía orientarme. Y cuando me apetecía sacaba mi bocata y comía en cualquier sitio.

Conocer el cazadero era la mejor opción porque a lo mejor conocías un par de hectáreas de olivos y te entretenías con los zorzales, o con los patos en un tramo del río o en la cola de un pequeño pantano. Yo siempre escapé bien, y alguna perdiz o zorzales terminaban colgando de mi percha. Pero lo que más buscaba era perderme por el cazadero y disfrutar del campo y de la caza. Lo necesitada después de pasar una ajetreada semana en Madrid entre metro, clases y estudios. La caza, una vez más, me hacía más llevadera la semana.

Cuando me parecía bien me volvía al autobús, donde todo el mundo te contaba su experiencia y te preguntaba cómo te había ido. Una vez que se comprobaba que estábamos todos, se subían los perros en el maletero, nos montábamos todos y para Madrid. La vuelta era distinta, tras el día de caza, cazadores y perros estaban reventados y en el autobús reinaba un silencio sepulcral, los perros ya no se peleaban y de muchos asientos sólo salían sonoros ronquidos. Ya nadie prestaba atención a la película por interesante que fuera porque a la vuelta reinaba Morfeo.

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Después de varias horas llegábamos de nuevo al barrio del Pilar donde esperaban hijos, esposas y novias. Todos nos despedíamos hasta el domingo siguiente. Las peñas también hacían campeonatos de palomas a brazo, recorridos de caza y compack y otras disciplinas y celebraban una cena de hermandad a la que acudían también familiares y amigos y se entregaban galardones a los primeros clasificados de las distintas competiciones, siendo el galardón estrella quien más había cazado en las salidas domingueras.

Con el paso del tiempo las autonomías fueron prohibiendo cazar en sus terrenos libres, los socios se fueron buscando sus cotos y estas sociedades fueron desapareciendo. Pero yo recuerdo esa época con mucho cariño porque aunque no había mucha caza, el compañerismo era magnífico y la caza no podía ser más auténtica y salvaje.

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