A río revuelto…

La reciente visita del príncipe Guillermo de Inglaterra (implicado pública y formalmente con la protección de la fauna salvaje amenazada de extinción) a una finca de caza española ejemplifica a la perfección la empanada mental en la que se solazan los más aguerridos defensores de la ecología de salón de la vieja Europa, pues mezclan sin rigor ni pudor los conceptos a su antojo para llegar a conclusiones tan absurdas como predeterminadas. Resumiendo: sostienen que quien caza no puede decir que defiende la supervivencia de las especies silvestres. Por el artículo trece.


Pretenden que las sociedades urbanas y bienpensantes entiendan sus razones como «de peso»: Guillermo de Inglaterra ha cazado, en compañía de su hermano Enrique y algunos amigos, ciervos y jabalíes en la finca La Garganta, de Ciudad Real, y dos días después ha protagonizado con su padre, el príncipe Carlos de Gales, un vídeo en defensa de las especies en peligro de extinción, con especial alusión a elefantes y rinocerontes: «Nos hemos unido, como padre e hijo, para sumar nuestras voces al creciente esfuerzo global para combatir el comercio ilegal de animales, un comercio que ha alcanzado tales niveles de matanzas y violencia que plantea ahora una amenaza no solo para la supervivencia de algunas de las especies más atesoradas del mundo, sino también para la estabilidad política y económica de muchas zonas del mundo». ¡Un escándalo!, ¡con el olor de la pólvora todavía en sus manos! Siempre hemos aceptado que el ejercicio de la caza deber estar sometido a control para evitar excesos, y a crítica para que no se desvirtúe. Y nunca hemos dejado de entender que se esté en contra de dicho ejercicio, por razones estéticas o de cualquier otra índole personal. Pero quien pretenda afirmar que la caza es contraria a la supervivencia de las especies debería aportar argumentos objetivos, no fobias particulares. La tan mentada finca, nada menos que de 15.000 hectáreas, es propiedad del duque de Westminster, Gerald Grosvenor, un lord inglés amigo de la familia real británica, latifundista y lo suficientemente rico como para haberla comprado por cien millones de euros en 2001, y mantenerla como finca de caza. Trabajan en ella un centenar de personas y quienes la conocen dicen que es un paraíso que su propietario pretende mantener lo más natural —por salvaje— que le sea posible. Está cercada perimetralmente con malla cinegética, que ha denunciado Ecologistas en Acción —hasta el momento sin éxito— porque bloquea la veintena de caminos que la recorren, y cuenta con un único acceso para vehículos muy vigilado. En ella se cazan ciervos, jabalíes, perdices, etc., para solaz de los ilustres invitados del duque. De estos datos cada cual podrá extraer las conclusiones que estime oportuno, pero afirmar que allí se esquilma la vida silvestre porque se caza es una mentira deliberada, y pretender que quien allí cace, aun siendo príncipe, no puede enarbolar la bandera de la conservación es no querer entender el problema de la propia conservación. Resulta curioso constatar con qué facilidad aprovechan ciertos grupos ecologistas la menor vinculación con la caza de la gente por alguna razón famosa para generar confusión y apelar a los hígados del personal, en vez de a su cerebro. ¿No será que les cuesta argumentar con algo tan contundente como son los datos contrastados? Ya se sabe, revolver, que a río revuelto…
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