El olor de la carne

En esta sociedad de hábitos urbanos, estamos cada día más acostumbrados a que el filete nos llegue a la cocina en una bandeja blanca, me atrevo a decir que incluso escurrido de cualquier líquido rezume que pueda recordar a la sangre que, pocas horas atrás, aún corría dentro de su materia.


Hablo de hábitos urbanos, no refiriéndome necesariamente a grandes ciudades, también en los pueblos están. Las nuevas generaciones han perdido el contacto con los olores más propios del germen de la vida. Olores que a los que de niños hemos ayudado a parir a una vaca no se nos olvidan. Las generaciones actuales, esos del yogurt, los yogurines, identificarían esos olores como una falta de higiene. El olor a boñiga, a estiércol cuando era sacado de las cuadras y esparcido, previo a la plantación de las patatas, ese olor era realmente olor a vida. Hoy la fertilización con nitratos no huele, dicen esos yogurines. Digo yo que sí huele. ¡Coño si huele!… Huele a muerte, a contaminación del agua, a cáncer, es decir a verdadera podredumbre física y conceptual del hombre que abandona el campo. Cuando yo era niño, el olor a mondongo, a pelo chamuscado con paja centena, no con soplete, el tufo a cebollas cortadas con las que se frotaba el cerdo después de limpiar el chamusco de la pelambrera olía a… ¿Sabéis a qué olía, yogurines? Pues a fiesta, sí… sí, a fiesta de matanza a morcilla, a zorza para chorizos, a chicharrones y a grasa guardada en las alacenas para calmar los potes y porrazos de los pícaros que jugaban por las callejuelas a pedrada limpia y no pasaba nada. ¿Sabéis yogurines a qué sabían las criadillas del cerdo salteadas con ajo, aceite y borona de maíz en compañía del capador y de mi abuelo?… Sabían a cariño que mi abuelo me daba mientras me contaba cómo había conseguido ser cocinero en la guerra; para no tener que matar más. Estoy harto de ver noticias sobre memos urbanos que compran su parcela en el campo; qué hermoso lugar, una casita rodeada de prados saturados de bucolismo. Terminado el chalet solicitan la licencia de primera ocupación y acto seguido denuncian al vecino, dueño de la vaquería, porque huele a purín y hay muchas moscas. Osea… papi… jo qué pestazo. No se puede ser más hideputa. DE LA CIUDAD A LA MONTERÍA La caza que yo vivo hoy es distinta en sus formas a la que practicaban mis antepasados. El cambio en el hábitat ha generado la desaparición del pelo y la pluma. Hoy todo es jabalí, corzo, ciervo incluso y lobo, mucho lobo; más de lo que el medio puede soportar. Esos hábitos urbanos han contagiado, incluso, a gente que como yo todavía vive en un pueblo. Reconozcámoslo, en muchos pueblos y aldeas ya no huele a vaca, como mucho a gasoil de tractor. Esto ha provocado que muchos de pueblo nos hayamos hecho de un finolis recalcitrante, los de ciudad ya no te digo. En la caza social del norte se aprecia el valor de la carne, no se desdeña. Se ve mal a aquel tipo esmerilado que rehúsa cargar o arrastrar una cierva por no mancharse de sangre. Alguno incluso se hace el tonto y prefiere que se estropee la carne que terner que hacer un mínimo esfuerzo para evitar que la pieza sea pasto de carroñeros.
Nos hemos hecho comodones, yo también. Nos escaqueamos del olor de la víscera, y si encontramos a alguien que destripe la caza los demás, mejor. Llegados a ese punto nos volvemos tan urbanitas como el que más, si ustedes lo prefieren me atrevería a decir que somos ya también nosotros un poco neoyogurines. El trato correcto, respetuoso y profesional en la evisceración de las piezas redundará en una mayor higiene y en consecuencia una mejor calidad de una carne que a día de hoy tiene un mercado muy corto en nuestro país. En Europa Central goza la proteína de caza de una aceptación brutal, al igual que todos los productos ecológicos; siendo la carne de caza el primero de entre todos. En las monterías sureñas encontramos que las carnes suelen ser procesadas a pie de junta con la inspección de veterinarios, comercializándose en gran parte, aunque con precios muy bajos a través de la lonja de carnes de Ciudad Real. En el norte las capturas fluyen a cuentagotas desde las peñas jabalineras, con lo cual la presencia de un veterinario se hace inviable. Es el propio cazador el que se desplazará hasta la clínica de turno para asegurarse de la salubridad de la pieza. Cabe destacar que en el norte, más concretamente en Galicia, se está vendiendo carne de jabalí a un precio que ronda los cinco y seis euros el kilo. Evidentemente los restaurantes no son tontos, entiendo que estos precios se están pagando por un producto verdaderamente montaraz, ni comparación con el precio en la lonja de Ciudad Real. Quiero suponer que el mercado premia con un plus de excelencia a la carne de caza que no llega de cercón, o no es resultado de manejos cuasiagropecuarios. EL VALOR DE LA CARNE Y EL PAGO DE DAÑOS La Diputación de Lugo construirá, próximamente en el coto de A Fonsagrada, el primer centro de despiece de caza que se ubica en un coto social. Se trata de una iniciativa revolucionaria, encaminada a potenciar la puesta en valor de la carne de caza mayor, básicamente corzos y jabalíes.
Los usuarios de estas instalaciones podrán despiezar allí sus capturas para repartirlas, eliminando así el engorro del traslado a casa del marrano entero. Todo mucho más limpio, con menos sangre y con absolutas garantías sanitarias, como mandan los cánones actuales. Pero además se podrá hacer de este centro un referente para poner en valor al producto de nuestra caza social. Hoy en día existen cuadrillas que logran comercializar la carne que cazan, otras muchas la desperdician. Llegan a usar la carne de jabalí, que al final de de la temporada atesta los congeladores, para alimentar a los perros. A poco que se lleven adelante iniciativas como la de Fonsagrada, se puede conseguir generar una riqueza hasta hoy impensable, gracias al procesamiento de esa materia prima de calidad que, hasta día de hoy se desperdiciaba. Por proponer, incluso se pueden generar fondos que ayuden a sostener los altísimos costos de las pólizas de seguro que asfixian a los cotos. TROFEO VS CARNE A estas alturas de mi vida ya nada me sorprende. En mi tierra natal no se encuentran colonias de buitres, pero mis experiencias cinegéticas en la Sierra de la Demanda me han enseñado que la carne que no hemos sido capaces a retirar del monte antes del anochecer, es justo que quede como tributo a los buches de tan majestuosas aves como son los buitres. Esto es una cosa, otra es abandonar la carne en el monte gratuitamente. El desperdicio en la naturaleza es indecente y en mi escala de valores denigra al que obra de tal forma. El trofeo es algo que todos los cazadores anhelamos, pero me resulta repulsivo que se corte una cabeza, por muy complicada que sea la saca, y se abandone la carne. Cuando menos debemos intentar llevarnos las piezas más nobles. Obrar de otra forma nos define como uno de esos yogurines urbanitas que solo estarían dispuestos a cargar con la chicha en una bandejita de supermercado. Es muy importante que los excedentes de carne de caza mayor puedan ser comprados por las comunidades autónomas, con un doble objeto. Por una parte controlar el precio en lonja, evitando así los desplomes, pero por otra parte podría la administración proporcionar alimento a la población de buitres, que desde que fue lo de las vacas locas, no levantan cabeza. Creo que a los cazadores de bien les debería de preocupar el aprovechamiento de las carnes de caza, aunque a los yogurines les dé la risa. ¡Qué le vamos a hacer! El poco respeto que demostramos a las piezas de caza y el desperdicio de su carne nos califica, y créanme si les digo que el resultado de ese baremo no me gusta. Publicado en Caza Mayor, junio de 2011
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