El corzo de Francis Drake

Anda el calendario, en lo cinegético, alterado. No solo el celo altera a los fogosos corzos, también lo hace con los cazadores; quienes transmutan, en estas fechas, al capreolus de fogoso en fogueado que, evidentemente, no es lo mismo.


Redacto estas líneas después de haber cumplido con mi anual rito de apertura de la temporada de recechos. Esta liturgia acontece en Barreiros, en el norte de Lugo, donde los corzos tienen un regusto a sal cantábrica que los hace incomparables. Quiero creer que también ellos se sienten así y ostentan, orgullosamente, un hecho diferencial que los hace distintos a los demás. Ramonean al borde del norteño mar, tal vez con la oculta intención de saber de amores con las septentrionales y muy graciosas británicas corzas. Desde esos majestuosos farallones, cara a viento, dicen haber visto olfatear a un joven y cornúpeto individuo en pos de los efluvios de amor que, desde las islas de la Pérfida Albión, le llegan colgados del viento norte. Recuerda este duende enamorado del Cantábrico que, el año pasado, su padre, un viejo corzo de Vilamartín, le había dicho que los hombres de aquellas tierras desconfiaban del aire norteño. Se lo contó días antes de caer abatido por un cazador gallego que había llegado del sur. El viejo corzo le había contado que, no solo desconfiaban del viento norte porque traía humedad y frío. Se decía que de las islas, que hay más allá de la bruma, habían llegado desde tiempos inmemoriales barcos con sus velas hinchadas llenos de desalmados corsarios dispuestos a destruir lo que fuese menester por conseguir el botín de guerra para no sé qué ‘Graciosa Majestad’. —Hijo —decía el viejo corzo—, haz caso de lo que temen los hombres; ellos dicen que del mar del norte no llega ni buen viento, ni buen casamiento. Para el impetuoso jovenzuelo, todo el monte era orégano. Dudaba de las palabras de su padre y las recordaba con sorna. —Padre —pensaba—, a usted más le valiera haberse fijado en el gallego grandullón que llegó del sur para descerrajarle un tiro, que perderse con antiguos piratas hijos de la Gran Bretaña, que asolaban estas costas en otros tiempos. Nuestro corzo, era un corzo lucense, de los lucenses de toda la vida. Su padre había traído su estirpe a Vilamartín desde lo alto de los montes de Trabada. Su abuelo había nacido a los pies del noble Pazo de Terrafeita. Presumía, su antepasado, de haber compartido país con el Mariscal Pardo de Cela. País sí, pero no tiempo, siglos los separaban. Con estos nobles antecedentes, nuestro joven galán se sentía en la obligación de emular las odiseas de sus antepasados, e incluso superarlas. Ponía sus sentidos y su olfato en aquel viento norte que, contra las paredes de los acantilados de la Playa de las Catedrales traía, indiscreto, efluvios de amor y libidinosas ensoñaciones que lo arrastraban hacia el abismo cantábrico que le separaba de las corzas que habitan en las islas de Albión. Aquellas mismas tierras que parieron el lóbrego espíritu del pirata Drake, ahora eran convite a la conquista de nuestro noble, inconsciente y joven corzo. Con un gesto tierno dirigió su última mirada en dirección a Vilamar y, de un salto, se perdió entre la espuma de la rompiente en marea alta. Dicen, marineros de Foz, que lo vieron adentrarse en el mar para no volver jamás. Quizás habrá llegado a sus soñadas Islas Británicas donde, cuando menos las corzas, no serán ya tan pérfidas como las pintan. O quizás no. Quizás sus delirios de amor y grandeza no hayan acabado bien. Pero el poder equivocarse es la legitimidad última de un corazón joven y noble. Y siendo corzo y gallego, con más derecho. Publicado en Federcaza, mayo de 2011
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