¡Cómo hemos cambiado!

Referirme a veinte años de caza, me resulta incómodo, lo digo escrúpulo en ristre en la intención de que nadie pueda pensar que remedo al célebre título del Conde de Yebes. Es esa obra una auténtica biblia de apología cinegética. Lo mío solo es una simple reflexión, una añoranza de tiempos pasados, o no…


Echo la vista atrás, para ello han resultado providenciales las obras que estoy haciendo en casa. El ver convertido mi salón en un símil de una barricada maronita del Beirut más pendenciero obliga, por necesidad, a rearchivarlo todo. He de hacerlo también con los viejos álbumes de fotos, aquellos que guardan las imágenes de cuando todos éramos menos digitales y más peludos. AÑOS DE TRANSICIÓN Lo que yo he vivido estos últimos veinte años es producto del vuelco que la sociedad, la economía de mercado y la política agraria comunitaria han provocado en nuestro entorno natural más cercano. En mi Galicia natal la caza mayor brillaba tradicionalmente por su escasez. Se confinaba en las más abruptas montañas del interior, siendo las grandes cuencas fluviales las que fueron acercando esa oleada de vida montaraz a la fachada atlántica. Ese es el tiempo que me ha tocado vivir, el abandono del agro cerealista y el cambio del modo de vida del labrador gallego, sin necesidad de haber cambiado necesariamente de residencia. El destripaterrones que llevábamos dentro desapareció para convertirse en un trabajador urbanita. De esta forma y como resultado fáctico de esa deserción en masa del arado, aparecimos nosotros, los desertores del pelo y la pluma. No es la primera vez que esto ha ocurrido en nuestra Iberia Vieja. En la Edad Media el proceso ha sido inverso. Las continuas repoblaciones de las tierras conquistadas al infiel necesitaron más trigo para alimentar más bocas. La portentosa flota de indias, necesitó de más barcos para el imperio. Más barcos, menos arboles, menos bosques, más trigo, más gente… En definitiva, nuestra actividad económica acabó en aquella época con los buenos bosques de osso et venado como los describen los tratados medievales de caza. Las tierras de Despeñaperros para arriba se llenaron de perdices y conejos, reservándose el sur, a los grandes latifundios de nuevas tierras repartidas entre señoríos encomiendas e hidalgos, como pago a los servicios militares al rey. De esta forma, el latifundismo como forma de actividad humana, social y económica, en aquellos lares, permitió la trascendencia histórica de la clamorosa montería española hasta nuestros días. Hoy el proceso ha sido inverso, se ha abandonado el campo y, en su retirada, el agricultor incluso ha plantado especies arbóreas de crecimiento rápido. En solo una generación hemos cambiado el hábitat. Han proliferando suidos y cérvidos donde los viejos del lugar no tenían memoria de haberlos visto jamás. Veinte años atrás, me veo como un joven cazacantano ansioso de colgar cuatro conejillos que, en plena afección de la mixomatosis, eran más producto de las siembras que con más pena que gloria hacían las sociedades de caza en mi Galicia natal, que de una cosecha natural y espontánea. Caza de cuadrilla, de compañeros, pero donde abundaba la picaresca. La escasez de conejo hacía que se estableciesen auténticas vigilias para asegurarse una cuadrilla que llegaría antes que los demás a los tobales y madrigueras. Así al amanecer tendrían mejora con respecto a sus vecinos en la cazata. Muchos cazadores juntos y poco espacio, era el caldo de cultivo ideal para que cualquier mediocre con escopeta y codicia de carnicero te sacudiese una perdigonada en los pies, como así fue, por mor de hacerse con un gazapo que no le pertenecía, pero como se escapaba a criar… no era cosa de que aquel memo dejase de satisfacer su ansia de carne. Lo he dicho muchas veces, la caza hace que se descubra lo mejor y lo peor de cada persona. Tiempo después, no me sorprendí de que aquel escopetero a tiempo parcial, que así se había comportado, en su día a día llegase a ser un funcionario corrupto y tragón cuyo egoísmo aflorará siempre y en todos los órdenes de su existencia. Mediocridades como esas hicieron que casi colgase la escopeta, pero fue entonces cuando descubrí, gracias a dos nobles paisanos, Chupi y Chinchilla, y digo nobles porque lo son de verdad y no de título, el gusto por la caza del zorro. A sus animadas batidas siguieron los primeros escarceos con el jabalí, que en aquellos años empezaba a asomar el morro por las Rías Baixas. El primer jabalí cazado en Sanxenxo, mi pueblo natal, lo abatió Chinchilla. Fue en aquella época en que se conejeaba con dos balotes escondidos en el bolsillo por si los civiles te revisaban la canana… ¡Qué tiempos, que ingenuidad! Eran los primeros años en donde aparecían deterioros en la agricultura, y los que tenían perros especializados en el jabalí eran recibidos en las aldeas como un Mr. Marshall salvador. En el recuerdo de mi padre estaban las historias de mi bisabuelo matando un jabalí en sus años mozos, desde entonces nunca más se había sabido de su existencia en las Rías Baixas. Pronto, y gracias al contacto con algún perrero tomé gusto por el suido y la caza mayor. Ello me permitió conocer hasta el último rincón de las montañas norteñas, en un ambiente de camaradería que no era capaz de percibir en la caza menuda. Años después llegarían corzos y ciervos. Pero el veneno por la caza clamorosa me lo había metido ya para siempre ese oscuro y salvaje, pero confesable objeto del deseo venatorio, el artero jabalí. LOS PRECURSORES En la provincia de Pontevedra pocos eran los perreros reconocidos, quizás tres nombres: Fraga, Toxa, Martín… quizás alguno más, pero pocos. Eran años de ilusión para un novato como yo; con tal de cazar el jabalí, nos desplazábamos por toda Galicia, Portugal, León. En pocos lugares se disponía de perros curtidos en esas lides. De aquella época recuerdo cuánto me impresionó la Sierra del Caurel, de vertiginosas montañas que, para unos ojos acostumbrados al mar, se pretendían gigantes de piedra capaces de aplastar a quienes como nosotros osaban profanar sus secretos. La Sierra del Suido y Fornelos de Montes me dieron en aquellos años memorables jornadas tras un jabalí mucho más escaso que hoy en día. Jamás olvidaré mi primer encuentro con una corza, quiso la fortuna que fuese albina y cerca del Camino de Santiago. Las leyendas del camino atribuyen a un encantamiento la existencia de una doncella convertida en corza blanca. Nadie se puede imaginar el cúmulo de sensaciones que corrieron por las venas de aquel novato enriflado que apuntaba incrédulo a un ser que para ser mágico le faltaban las alas y un cuerno en la frente. Fueron unos segundos eternos los que sostuve el encare, y después se marchó a criar. Parecía un sueño, pero no lo fue, el portugués también la vio… —Eu tamém olhei a cabritinha branca —dijo… —¡Menos mal!… —suspiré yo. Pero aunque a los devaneos cervunos no les hago ascos; es el jabalí, osco, huraño, bravo, pero listo… listísimo, el que hace que se me aceleren los pulsos hoy en día, igual que cuando era un novato en estas lides. Un proceso de transformación parejo al mío, ha sido la tónica general de gran parte de los que hoy son cazadores de caza mayor en el norte, no todos evidentemente. Como suelo decir, «muchos de los que ya pintamos canas en la mayor, no somos más que unos desertores del conejo; pero los nuevos llegarán a ser quizás profesionales de la caza como las cosas sigan por estos derroteros». En aquellos primeros años había tanto lienzo sin pintar en la caza mayor, que aún creíamos que había que ir vestidos de camuflaje para poder cazar. Dios mío… ¡Cuánta novatada! Llegarían después aquellas campañas en las que participé de una forma vehemente para concienciar, a compañeros y cazadores en general, de la necesidad del uso del chaleco de seguridad, igual que en el resto de Europa. Hoy todo el mundo usa estas prendas en Galicia y en todo el norte de España. Hoy, un joven que desembarque en la caza mayor en Galicia puede pensar que todo el monte es orégano. Que el jabalí abunda, que el corzo también y que el ciervo aflora en unos cuántos sitios por sistema. Eso no es así, todo esto ha ocurrido en mayor medida en los últimos veinte años… y como dice el tango: veinte años no es nada. HIPÓTESIS DE FUTURO Día tras día, hemos estado, y estamos haciendo cambiar el medio. El futuro es incierto, barrunto que, de seguir así, las cosas seguirán cambiando en el sentido de que, podría incluso, profesionalizarse la caza mayor. Es una hipótesis. Año tras año el censo de cazadores disminuye, el relevo generacional no se produce. Pero el inventario de daños a los cultivos, accidentes y epidemias por sobrepoblación de especies salvajes aumenta. Si estas dos curvas de la gráfica siguen divergiendo, habrá a largo plazo problemas serios en los cultivos, en el tráfico y en la salud de las cabañas ganaderas. La caza la habrá que ejercer sí, o sí, y si para entonces no existe un número suficiente de cazadores sociales, tendrán que contratar profesionales. Terrible destino si eso llegase a ser cierto. Como dice un amigo mío… « falta de género fresco, malo será que tenga que tirarse al congelado». No sé si me paso, no me creo el Oráculo de Delfos, pero lo ocurrido el pasado agosto con la mortandad que se cebó con los ciervos de la Reserva de la Culebra me hace pensar que, dentro de otra veintena de años y si sigue bajando el número de aficionados a la caza, o si los nuevos intolerantes ganasen su cruzada contra nosotros, no les quedará otro remedio a los cazadores del futuro que hacerse profesionales del control cinegético. Solo es una hipótesis, insisto, un esperpento propio de mi genial y geniudo paisano D. José María del Valle Inclán. Pero después de estos vertiginosos cambios que hemos vivido con el nuevo siglo, nadie está en disposición de poder afirmar lo contrario.
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