«La estupidez insiste siempre…»

No soy, por convicción, de citas —de ningún tipo—, pero en estos un tanto existencialistas tiempos que corren, no he podido, ni he querido, negarme a la tentación de recurrir a uno de mis, en otros tiempos, admirados filósofos, existencialistas precisamente.


«La estupidez insiste siempre…», soltó en cierta ocasión el autor de La peste o El extranjero, Albert Camus, y se quedó más ancho que largo. Supongo, y no es mucho suponer, que si, como filósofo, y literato —que serlo lo era y bueno, en mi opinión—, descerrajó semejante axioma, es, sencillamente, porque su filósofica experiencia así le mostraba la lacerante y cotidiana realidad. Así, de lacerante y cotidiana, es la nuestra, la habitual realidad que día a día sobrellevamos cual lábaro, estandarte, mostrando una estupidez que insiste en regresar una y otra vez, como El mito del eterno retorno de otro, en este caso pensador nihilista, más retorcido si cabe aún que los mentados existencialistas, Friedrich Nietzsche. Me ha salido, en esta ocasión y sin que sirva de precedente, ¡faltaría más!, la vena metafísica que todos llevamos dentro. El caso es que todo este rollo, el de la estupidez, viene a cuento de alguna que otra crónica aparecida días atrás por los mentideros de esto de la prensa cinegética. La noticia en cuestión afirmaba que los presuntos furtivos (¡cualquiera se atreve a poner ahora otro palabro que pueda ser hipotético!) de cierta operación —con nombre de horrendo bichito disneyano, de todos conocido y generalmente bastante aborrecido en nuestro sector— realizada por el Seprona, hace poco más de dos años por distintos lugares del suelo patrio, se han ido de rositas porque han dado carpetazo (así lo dice la noticia) a la investigación por falta de pruebas. Se te queda una cara de gilipollas… Recuerdo, como otras muchas en las que he asistido a las ruedas de prensa, los detalles de la citada operación. Sin entrar en puntualizaciones, que haberlas haylas, los trofeos, presuntamente ilegales, que se incautaron, se contaban por centenas y brincaban de las cinco, muchos de ellos de especies protegidas y, ¡el colmo de los colmos!, algunos de crías que tenían congeladas. Las armas, presuntamente ilegales, que se incautaron, también alcanzaban una cifra estimable. Y a alguno de ellos, que yo no estaba allí pero lo sé, los trincaron, la misma noche de la operación, con las cabezas, de corzo, recién cortadas… Todo esto, se mostró públicamente y existen, presuntas, fotografías de todo lo incautado. ¿Qué coño es un prueba, en éste y en otros casos idénticos, en este país? ¿Qué tiene que pasar para que estos… trincaperas den con sus huesos en la cárcel? El trabajo que realiza el Seprona, al menos por los resultados que nos muestran en las ruedas de prensa, es encomiable. Entonces… ¿qué es lo que no funciona? Para ciertas cosas, sobre todo en lo que al tema de restricciones se refiere, la leyes son implacables (aquí estamos, sentados tranquilitos, esperando la que se avecina con la nueva ley de armas) y cualquier hijo de vecino las sufre en sus carnes hasta el hartazgo, incluso sin ninguna prueba fehaciente como suele pasar cuando aparece veneno en un coto, ¿o no? Y resulta que, una y otra vez, se repiten las famosas operaciones en las que, una y otra vez, se suele detener a los mismos pajarracos y el desenlace de las investigaciones, al menos de ésta de la que estamos hablando, ¡acaba en un carpetazo…! La filosófica sapiencia de Camus al respecto de su existencialista vida, puede ser, según el cristal con que se mire, totalmente cuestionable, pero lo cierto y verdad es que con su lapidaria sentencia, el menos en mi opinión, dio de pleno en el clavo: «La estupidez insiste siempre… sobre todo en los más estúpidos». ¡Sentencia sin carpetazo! Publicado en la revista Caza y Safaris, julio 2010.
Comparte este artículo

Publicidad