Venaos en la niebla

Pasé al cortijo sin llamar, ya tenía que haber oído ladrar a los perros y el ruido del destartalado 4L anticipándole mi llegada.


—¡Ave María Purísima!… ¡Hola!… ¿Hay alguien en casa? Estaba adormilado, con las piernas bajo las mantas de la mesa camilla y al calor de un brasero de picón. La cabeza apoyada en sus brazos cruzados sobre la mesa. La escasa luz que entraba por el ventanuco sombreaban y pronunciaban aun más las cansadas arrugas de su cara. —Hoy hace frío de narices, ¿eh? Y hasta que no levante la dichosa niebla lo va a seguir haciendo. ¿Qué le ha pasado a la cabeza del venao, que está rota en la banca de la entrada? Estaba el cráneo roto y la tabla despegada. Se incorporó frotándose lentamente la cara y mirando hacia la luz, me empezó a contar la historia. La gente mayor es así, le preguntas por una cosa y si no le vaga no contesta o te cambia de tema. —A mediados de febrero, los venaos se juntan. Hacen toradas. Incluso los grandes machos que el resto del año no se tratan con nadie, excepto algunos con un escudero, se agrupan. A veces son hasta diez. En una mañana de niebla, di con una torada de estas. Iban careando, confiados por la protección del velo blanco. Era ya tarde, las diez por lo menos. Estaban a pecho en frente, al otro lado del río. Los descubrí, no gracias a los prismáticos, sino porque se iban hablando entre ellos. —¿Hablando? — Van haciendo una especie de balido. Solo lo he visto los días de niebla espesa. Seguramente lo hacen para darse tranquilidad entre ellos, diciendo con eso: «estoy aquí, el ruido que oyes proviene de mí, al comer, al pisar o al rozar el monte, es mío». No de un peligro o una amenaza. —¿Cómo es ese ruido que hacen? —Entonces me eché los prismáticos a la cara, me costó verlos un rato, pero tuve suerte, una brisa gélida apartó la niebla entre la torada y yo el tiempo suficiente. En la horquilla de un encinote, que parecía puesto a propósito, puse mi gorro de lana y apoyé el rifle apuntando al mejor de los seis o siete. Muy muy largo, de los tiros más largos que he hecho en mi vida; le tuve que apuntar casi a las agujas, por si la bala cayese demasiado. Como la niebla apaga los ruidos, la detonación sonó poco y el vuelo del proyectil no tuvo ecos, sin embargo pude escuchar a los pocos segundos el pof de la bala golpeando al venao. Todos corrieron sierra arriba, pero a unos cincuenta metros uno empezó a hacer el caracol y cayó muerto. —Es un venao muy bueno. —Cuando llegué al bicho olía a mil demonios. Llevaba el cable de un lazo liado al cuello y tenia partes incrustadas en la carne llenas de pus. Aproveché solo los lomos y los jamones. Fue un alivio cruzar el río dos veces con el agua por encima de la rodilla en pleno invierno. —¿Cómo es el ruido que hacen? —Es un venao de una vez, de los más grandes que tengo. —¿Cómo es ese ruido? —¡Mmmne! ¡Mmmne! ¿Tienes hambre?
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