¡No me quieras tanto… que me matas!

No basta el amor si no va unido al conocimiento para cuidar de lo que queremos, una lección que aprendí muy pronto en carne propia. Apenas tendría yo cuatro años cuando descubrí esta verdad absoluta. Por aquel entonces mis abuelos tenían una pequeña granja de conejos y pollos con las que contribuían a la maltrecha economía familiar, eran tiempos difíciles y eran tiempos donde las normativas y las leyes eran más transigentes y, si acaso, más ajustadas a la naturaleza.


Mi abuelo disponía de una incubadora de pollitos, una especie de cómoda con distintos cajones en niveles donde se colocaban los huevos al calor de una lámpara para su eclosión. Los pollitos me enternecían, tan suaves, tan pequeños, tan lindos… así no tanto las gallinas que me parecían estúpidas y no demasiado agraciadas, además me resultaban desagradables al tacto. Fue una tarde, mientras mis abuelos dormían su sagrada siesta, cuando decidí saludar a mis amigos. Todos los pollos de un nivel acababan de nacer y decidí darles la bienvenida a este mundo con todo mi amor y cariño. Uno a uno los fui abrazando contra mi pecho mientras les besaba, uno a uno, para depositarlos después de nuevo en el cajón. Ciento cincuenta pollitos abrazados con amor, auténtico amor de una niña de cuatro que aún ignoraba muchas cosas. Los pollitos parecían muy tranquilos, se quedaron todos muy quietos y callados, en mi inocencia infantil eso me pareció maravilloso. Dando voces subí al dormitorio de mis abuelos: «¡Buelito, buelita… los pollitos están todos durmiendo!» Al escucharme, mi abuelo ya se debió de temer lo peor porque su cara lo decía todo. Recuerdo que tuve miedo, la sensación de que algo terrible había hecho. Aun así, mi abuelo no dijo palabra. Se incorporó, bajó a ver el desastre y fue entonces cuando me dijo: «Sí, los has hecho dormir para siempre. Para querer hay que saber hacerlo». Rompí en un llanto profundo que creo que me duró varios días, pues fui consciente de que la desaparición de los pollos fue consecuencia de mi acto de amor. Jamás volví a demostrarlo de esa manera… y comprendí que mi abuela, que se encargaba siempre de sacrificar a los pollos para enviarlos a la carnicería y para consumirlos en casa, era la que verdaderamente sabía quererles, implicándose en su cuidado y ofreciéndoles una vida digna hacia el fin para el que habían sido criados, en un ciclo natural sin falsas sensiblerías absurdas que parten del desconocimiento de los ciclos vitales anclados a la naturaleza. Y esta anécdota de mi infancia, con lección de vida incluida, viene a evidenciar algo parecido a lo que está ocurriendo con esas buenas gentes que defienden desde su buena fe y con toda su buena intención a esas mal llamadas corrientes animalistas de pensamiento que, diciendo amar y defender los animales, no consiguen otra cosa que hacer que se mueran y desaparezcan. Los matan de excesivo amor. Los animales rescatados de los circos… se mueren. Los animales de las protectoras… se mueren. Los animales que dicen proteger… también lo hacen precisamente por exceso de protección, se mueren de éxito! Se les eutanasia, suena mejor por lo visto, se les esteriliza, se les pervierte y humaniza, se les daña en su esencia… ¡Por favor, no les queráis tanto! Por un lado, el desconocimiento, por otro lado la sed de dinero fácil. Intereses al servicio de lo económico y de la subvención estatal utilizando la compasión y la sensibilidad ante el sufrimiento animal que se teatraliza valiéndose de las técnicas más agresivas conocidas en el mundo del marketing y la publicidad. Así se consigue que las mujeres se identifiquen con vacas ordeñadas, las mismas que se horrorizarían si viesen amamantar en público a una madre y puede que se negasen ellas mismas a hacerlo para no deformar su cuerpo… La misma secta que utiliza a personas para que se desnuden al tiempo que se bañan en pintura roja en una calle pública frente a una cadena de hamburguesas, personas que en su vida han olido la sangre y que probablemente se hallan comido con deleite más de una de esas hamburguesas. Cinismo puro, hipocresía ilimitada. Ha aparecido una nueva religión que consigue nuevos adeptos en un colectivo necesitado de creer y de responder a dogmas de fe que esta secta les ofrecen sin ningún pudor. La especie humana es la señalada como monstruosa, la especie a extinguir, la causa terrible de todos los males… llegando a olvidar que ellos mismos, los que la reniegan, pertenecen a ella. Es la especie devorándose a sí misma. La falta de moral, valores y principios, el aumento de la violencia en las casas, las calles y las escuelas son evidentes en la sociedad actual y ofrecen un excelente caldo de cultivo para estas nuevas pseudoreligiones que se dicen defensoras de la vida. Me pregunto a qué vida defienden, erigiéndose en jueces y dioses con capacidad de decidir quienes sí y quienes no, acaso los insectos no y los peces tampoco, ¿los mamíferos solo?, ¿todos o ninguno?, ¿los parásitos? ¿Roedores no? ¿Virus y bacterias? ¿Tienen derecho? Las plantas también viven, ¿no? ¿O sólo les dejamos morir de viejos, si llegan a serlo —porque con tanto amor, lo dudo—, sólo les dejamos vivir ilimitadamente a los más bonitos a consideración subjetiva o mientras son pequeños para luego abandonarles en el monte porque nos estorban? Qué todos vivan felices, eso sí, sin que tengan que responsabilizarse estos sensibles amantes de la vida y no les molesten. Se olvidan de los ciclos de nacimiento y muerte de la naturaleza, en una especie de grito de «¡que vivan para siempre!»… existe una especie de enajenación que cree que todo lo que tiene vida es inmortal per se, y al hombre como responsable de erradicar esa fantasía colectiva. Aquí todo nace y todo muere. Y los seres vivos, incluidos el propio ser humano, dependen en su calidad de vida de la acción de la humanidad, su implicación, su gestión responsable y su cuidado, lo que requiere de sacrificio, conocimiento, humildad y verdadero amor, al ser humano también y por encima de todo, es una cuestión moral. ¡Ojalá la niña que se pinta de rojo y muestra su pecho ante la hamburguesería no sea la misma que permanece impasible mientras sus compañeros patalean a otra en el estómago en el patio de la escuela! ¡Ojalá! Perdónales porque no saben lo que hacen… yo no puedo. La ignorancia nunca exime… ¡de amor también se mata!
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