Kamasutra jabalinero
Después de varias lunas intentando cazar ese jabalí cuyas dimensiones y tamaño de colmillos dibujo cada noche, decido olvidarme del calendario lunar e intento una espera con faro, que ahora nos empeñamos en denominar ‘luz artificial’.
Días antes ponen en mis manos unos prismáticos nocturnos, cuyo uso, por aquello de la artificialidad y de la ética cazadora, siempre había rechazado. Los resultados de esa espera hicieron cambiar mi pensamiento acerca de las nuevas tecnologías aplicadas a la cinegética. Tarde de junio. El monte ya no da comida y los trigos están aún sin cosechar. Tampoco hay esperanza de ello, lo cual me alegra y me entristece. Interés cinegético frente a contable… El viento rachea en distintas direcciones y eso me indica que la noche será poco cochinera. Pero, quién sabe, cada tarde, cada espera, cada día de campo te enseña algo. Las primeras tres horas serán complicadas. La luna llena pasó hace cinco días y este pequeño sol nocturno no ilumina la noche hasta que su altura no se lo permite. Los primeros ladridos de los corzos en el monte no sé si indican su desencame o si ya está aquí el celo, «aunque aún es muy pronto», pienso. Estoy pegado a un manchón de monte desde el que, cual isla, se divisa un gran trigal. Quizá los jabalíes acudan a su jamón ibérico. De pronto, aún entre dos luces, siento que el monte detrás de mí toma vida. Una corza adulta, una hembra del año pasado y el corcino de este año salen y, sin precaución previa alguna, se sientan a no más de quince metros de mí. Más tarde, comen de los cuatro cenizos que moraban en el vecino barbecho. De pronto, algo ocurre. La corza eriza sus orejas. Creo que un cambio de viento ha podido delatarme, pero mira en otra dirección. El zorro camina lento, pero seguro de su presa: el pequeño corcino del cual no le separan más de veinte metros. La corza se adelanta. Cuando se da cuenta que su movimiento no es intimidatorio, ésta sale detrás del zorruno cual miura con la jeta embistiendo. Pasan tan cerca de mí que con un tiro conejero podría haberme quedado con el zorro. Éste desiste y vuelve tras sus pasos. Los corzos consideran que mañana será otro día. Se van con el susto y la lección aprendida. Casi dos horas más tarde, observo cómo las espigas de trigo se mueven. No podía ser el viento, había cesado. Ahí está, un pequeño marranchón. Seguidamente, tres compañeros, más pequeños aún, le acompañan en la aventura gastronómica. La presencia del nocturno me hizo disfrutar durante más de media hora de ellos. De pronto, tal y como esperaba, se incorpora la supuesta madre. Pocos minutos después siento como de nuevo el monte recobra vida. El corazón se aceleró al mismo ritmo que mi pulso cuando le vi salir. Estuve a punto de encender mi viejo faro y directamente disparar. ¡Tenía que ser el macho! En otra ocasión, así lo hubiera hecho. Pero decidí hacer nuevamente uso de la tecnología y disfrutar, aunque el pequeño diablo cazador que todos tenemos no entendía nada. De pronto, el último marrano en salir, al llegar a la manada, montó a la supuesta cochina. Ahora el diablillo no sólo insistía, pinchaba. El aire venía bien y aún estaban a setenta u ochenta metros, pero temía que, al encender la luz, corrieran. Decidí esperar. A continuación, ocurrió algo que será difícil de olvidar. El cochino, que estaba montando a la supuesta cochina, fue montado por ésta. Imaginen la cara de incredulidad y las ideas que a uno en esos momentos se le pasan por la cabeza: que si son dos machos (situación muy normal en la fauna cinegética), que si son dos hembras jugueteando… Hasta que la diosa Fortuna se alió con el presente. Los jabalíes se fueron recorriendo hasta mi postura y se quedaron a no más de veinte metros, volviéndose a repetir en varias ocasiones los juegos eróticos. La corta distancia y mi compañero, el maldecido nocturno, me hicieron entender todo. La jabalina no hacía sino incitar al macho a que fuera montada, de ahí esas posturas y cambios propios de un kamasutra jabalinero. Los prismáticos me hicieron ver la jeta, las costuras e, incluso, las propias pelotas del animal objeto de deseo. Para entonces ya había salido la luna y ni siquiera tuve que encender luz alguna para disparar. Desde esa noche, no piensen que el protagonista, mi amigo (ahora sí) nocturno, me acompaña en cada espera. Pero no dejo de pensar que, sin aquellos prismáticos, no sólo no hubiera abatido ese buen macareno; aún peor, hubiera fileteado a la matriarca de la familia.