Humanos

Mi hija es una personita de seis años a quien nunca he querido inducir al mundo de la caza, por varios motivos; entre ellos, el miedo, sobre todo, a que se aficionase y acabase casada con un tío como su padre. Aparte, ella no ha mostrado mayor interés por otra cosa que no fuesen los peluches, los perros y el color rosa.


Las pocas veces que la he invitado a venirse conmigo a matar urracas se ha negado arguyendo que los disparos le hacían daño. Más allá de la perrera, vestida rigurosamente de rosa, no ha sido capaz de llegar ni de interesarse. Ocho días antes de escribir esto fuimos a ganchear con los teckels y, como hacía buen tiempo, quedamos a comer en la perrera y me llevé a la niña, porque, evidentemente, no le pregunté si quería venir de caza con nosotros. Después de la comida, quiso saber para qué servían esos drahthaars que papá había comprado, y de los que Goro, uno de los guardas, tenía otros dos. En vez de explicarle lo que hacían, salimos un ratito con la escopeta, los perros y ella que como bebé gigante que es, se llevó unos cascos de tiro para que lo le hiciesen daño los disparos. En un momento, Goro abatió una paloma y una perra la trajo, a lo que mi hija, quitándose los cascos, dijo con la cara iluminada: «¡Papá, cómo mola!». Ayer, siete días después, casi me obligó a llevarme la escopeta cuando fuimos a la perrera. Salimos con los cachorros para que viese cómo corrían detrás de los conejos. Cuando acabamos y me volvió a decir que cogiese la escopeta, al yo decirle que ya habíamos disfrutado suficiente con los cachorros, se conformó y no volvió a preguntar por ella. ‘Es lógico’, pensarán ustedes, a la niña le gusta imitar. ‘Lógico’, pienso yo, pero sé que es porque mi hija es humana y, como tal, tiene ciertos instintos, humanos y animales, como todos. A no ser que nos coarten psicológicamente desde pequeñitos, la caza es algo que a cualquier niño le llama la atención, igual que, más adelante, yo sé que a mi hija le llamarán la atención los chichos. Algunas mentes calenturientas pueden estar pensando, en estos momentos, que lo que yo estoy diciendo es que mi hija de mayor va a ser asesina y pendón verbenero; pero la realidad es que, al igual que otros millones de padres, a mi hija, como a otros muchos niños, se le aplica un tratamiento especial para que esos instintos se canalicen y se convierta en una persona normal, con sus gustos, sus aficiones y sus preferencias, todo en su medida y conforme a norma; es decir, para que me entiendan, ese tratamiento no es otra cosa que educación.
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