Entre todos…
Según los datos de ASAJA y otras agrupaciones de índole rural, en Castilla-La Mancha, este año, se espera una afluencia de cazadores foráneos inferior, incluso, a la del pasado. Desde aquí, cierto es, no nos damos mucha cuenta, porque el ámbito en el que nos movemos es de arrendatarios, arrendadores y propietarios que mantienen contratos y cuya única ilusión es cazar para unos y mantener cubiertos ciertos gastos para otros.
En muy pocos acotados de los que conocemos o para los que trabajamos ha habido bajas o no se van a poder celebrar cacerías, hablamos de tres o cuatro. Estos a los que ha afectado la crisis son fincas buenas y, sobre todo, lugares en los que se puede trapichear con la caza, no hablo de especulación ni de comercio, hablo de trapicheo puro y duro. No conozco las costumbres de otras zonas o actividades, pero sí una muy extendida en esta área y en el mundo de la caza: es el morro por el morro, la cara dura y el fin de muchos sectores de esta actividad. Hablo de los trápalas. ¿Qué es eso a lo que yo llamo ‘trápala’? Pues un individuo que se aprovecha de las ilusiones de los que son aficionados a la caza. Hablo de personas que alquilan un coto por seis mil euros, hacen diez acciones de mil doscientos, las reparten, establecen unas fechas fijas para cazar y el resto de los días del año cazan ellos. Actúan de propietarios, de guardas, de gestores y de furtivos. Hay algunos, los menos, que se preocupan de cuidar la caza; la gran mayoría se preocupa para que el resto de los socios no les toquen los espárragos, los cangrejos, los dos cochinos que atraviesan el coto y las chuletadas que se dan para los amigos. Claro, siempre acompañados de dos o tres perritos, para que les hagan compañía. De modo que el acotado acaba siendo arrasado. Cuando no hay caza se hacen cortes en las zarzas, para tirar mejor, se vende el perdigón y los dos cochinos y se echa la culpa al maestro armero, que es quien paga el pato. Porque, cuando la caza se acaba, se intenta subarrendar al primero que llega que, tras ser engañado, arrasa en el último mes de temporada y abandona el coto. Tras tres o cuatro años de cuadrillas transeúntes, el coto queda devastado; el dueño, con cara de gilipollas. Luego llegan los oportunistas, que este año son legión, que ofrecen la mitad de la mitad, echan unas docenas de conejos, unas pocas perdices y comienzan otra vez con la rutina, a mitad de precio el coto, pero las acciones al mismo de cuando la expansión económica. «Darle leña al mono que es de goma», parece ser la consigna. La caza que se hace en diez años desaparece en diez semanas y ya no suele haber marcha atrás. Ni vacunas ni especialistas en control de predadores ni gestión ni digestión ni transfusión ni el Cristo que lo fundó. Sencillamente, se acaba. Y, tal y cómo vienen los tiempos, se fosilizará para ser un mero recuerdo en la conciencia, el que la tenga.