Mi Johnny

Cuando estaba terminando sus estudios de capataz forestal, vino a la empresa para hacer las prácticas; no le importaron los horarios ni los fines de semana, madrugones, días interminables ni nada. Sabía que, tras el trabajo, venían los perros, que era lo que realmente le gustaba.


Poco después buscó trabajo y, sin decirle nada, me pidió las llaves de la perrera y me dijo que me olvidase de ella, que él se ocupaba y que yo me dedicase al trabajo y a buscar monterías. Tenía diecisiete años y se hacía, a diario, tres kilómetros andando para ir a sus perros. No era un perrero al uso; era un enamorado de los perros, sencillamente. Ellos, el flamenco y su madre era lo que ocupaba sus pensamientos. Le compré una vespino porque no tenía permiso de conducir; el ciclomotor se rompió y yo me enteré meses después, pero los perros seguían atendidos. Durante un par de años le estuve yendo a buscar todas las tardes al trabajo para llevarle a la perrera, le dejaba allí y, cuando iba a buscarle, había veces que ya estaba de vuelta, andando. Ése era otro de sus vicios: no molestar. Me mandaba un mensaje: «Juan Pedro, pienso», y yo le contestaba: «¿Qué piensas?». Eso era todo. Muchos días, después de los perros, nos íbamos a tomar unas cervezas, nos poníamos chispones y él se liaba a cantar flamenco «por Camarón». No quería fechas de monterías, el día antes me llamaba y me preguntaba el sitio. Como no quería perder el tiempo con el permiso de conducir, porque las clases eran a la misma hora que los perros, le tenía que poner un conductor: él, los días de caza, solamente quería disfrutar de los perros. Nunca le vi pegar a ninguno de ellos, cuando se peleaban se metía entre ellos a separarlos y varias veces le mordían. Se tatuó la cabeza de un chato, parecido a nuestra Zara, en la espalda y yo siempre le decía que se lo iban a arrancar de un mordisco. Pero él no los pegaba, ellos eran su pasión y, aunque yo rezongaba y protestaba de él, todos ellos eran la mía. Me iba a cargar con él, cuando salía del puesto me iba siempre a la suelta, hasta que no los veía bien, no estaba a gusto. Recuerdo un día que, tras cazar en El Rosalejo, tuvimos que sacrificar un perro y allí, en la carretera del Cijara, nos pusimos a llorar mano a mano, como dos niños pequeños, él con veinte años y yo con cuarenta. «La tontería», lo llamaba, lloraba cada vez que un perro moría. En septiembre pasado, cuando se sacó el permiso de conducir, le regalé la rehala, el furgón y le traspasé la perrera con todo lo que había dentro. Se lo merecía. Jonathan tenía un defecto: perdía las llaves y el teléfono tres o cuatro veces al año y el día 30 de mayo fue una de esas veces. Las olvidó en el coche de un amigo y, cuando volvía de por ellas, con su primo y una amiga, a las once de la mañana, otro vehículo invadió la calzada y murieron los tres. Te echo de menos, cabrón.
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