Crónicas Corceras: desenlace final

Comenzó el tercer día de caza y posiblemente estaba más nerviosa que los anteriores, pues el objetivo ya lo conocía y no podía fallar esta vez. Estaba segura del rifle, de mi puntería, pero intranquila por volver a caer en los mismos errores. Esperaba haber aprendido la lección. Ahora lo importante era dar con ‘mi primer’ corzo.


Hicimos prácticamente el mismo recorrido que el día inaugural, con el fin de llegar a la zona donde vimos a mi viejo amigo a la misma hora. Es sabido por todos que estos fantásticos animales son de costumbres, y tal vez, pasado el susto de dos días atrás, regresara a su querencia.

Un paraíso para los corzos

El sol ya llevaba un buen rato en lo alto del intenso azul del cielo cuando llegamos al punto convenido. Comenzamos a recechar por un pequeño surco que recorría la parte central de un valle salpicado por distintas tierras de labor.  A ambos lados, linderos de monte y arboleda emergían como murallas para delimitar las distintas parcelas. Sin duda un paraíso para los Capreolus, pues además de la abundante comida, disponían del refugio necesario para pasar desapercibidos.

A lo lejos, divisamos una pareja de animales que caminaban de careo junto al prado en donde disparé al corzo. Podían ser ellos, pero la distancia no despejaba nuestra incógnita.

Apresuramos la marcha, con cautela, para llegar lo antes posible al prado por dónde presumíamos deberían cruzar antes de adentrarse en el frondoso bosque de su parte final. Nos apostamos en el recodo de la parcela, ocultos esta vez por un pequeño grupo de pinos. En posición de tiro, esperamos unos minutos a que aparecieran, pero no obtuvimos resultado. Decidimos asomarnos más e inspeccionar el pico final, a modo de embudo que conformaba la parcela, pero nada. Mi gozo en un pozo. Un poco desilusionada volvimos sobre nuestros pasos para buscar mejores oportunidades.

Caminaba junto a Marcin de regreso al coche cuando oímos un sutil silbido. Nos volvimos y vimos a Antonio, cuerpo a tierra haciéndonos señales. El corazón me dio un vuelco, y con sumo cuidado nos acercamos a él.

Entre las primeras líneas del bosque había descubierto la pareja, que parecía que tornaba su marcha para salir al limpio. Nos acomodamos como mejor pudimos, pues nos encontrábamos en medio de la nada, sin apenas protección, por lo que buscamos el cobijo de unas zarzas para parapetarnos tras ellas.

«It’s your roebuck»

Con emoción iba siguiendo con los prismáticos el caminar de los corzos. Primero la hembra y, unos metros atrás, el macho. Estaban a punto de salir del monte cuando Marcin exclamó «it’s your roebuck». Aparté los prismáticos de los ojos para coger el trípode y colocar el Sauer sobre él. Un rápido movimiento que me posicionó el pecho del animal en la cruz del visor. La distancia era larga, algo más de 210 metros según me indicaba Antonio a través de sus prismáticos con medidor. Me dijo que me tranquilizara y dejara que saliera completamente, pues estaba seguro que iría a situarse junto a la hembra, que ya había avanzado unos buenos metros en el prado.

Cauto pero tranquilo, el animal avanzaba a la par que levantaba la cabeza y de vez en cuando lanzaba algún mordisco a la verde hierba. No quitaba la cruz del animal y me sentía tranquila y confiada, por el momento, pues sabía que en esa posición frontal no debía dispararle.

Pasaron unos minutos que se me hicieron eternos hasta que, por fin, la distancia se acortó hasta los 162 metros. Esperé a que se cruzara y, en ese momento, con un leve asentimiento de Marcin, toqué cuidadosamente el disparador del S404. El corzo acusó el impacto, pero salió corriendo hacia su refugio. Volví a recargar, pero antes de que me diera tiempo a encarar nuevamente, el corzo cayó totalmente muerto, no llegando a entrar si quiera a la arboleda.

La alegría fue inmensa en el grupo y, personalmente, pude quitarme la espina clavada con el fallo.

Nos acercamos rápidos al corzo y, aunque más pequeño que los dos que había cazado anteriormente, el sabor de boca que me había dejado éste, quizás, superara al resto.  Como siempre digo, me considero cazadora de lances más que de trofeos. Y este para mí, era uno muy especial, cuya historia mantendré eternamente en el recuerdo.

Un nuevo corzo apareció en escena

La zona nos encantaba, los corzos y el entorno superaban con creces nuestras expectativas, así que quisimos seguir cazando. Esta vez fuimos a una zona nueva, a nuestra espalda quedaba un trozo de monte precioso y en frente teníamos varias siembras. Fuimos caminando por la orilla, buscando tenazmente aquí y allá con los prismáticos algún atisbo corcero. Mientras esto sucedía, las campanas del cercano pueblo tañían con fuerza, retumbado el eco en este pequeño valle.

Antonio, muy hábil como siempre descubriendo la caza, silbó desde la parte trasera de la fila en que nos habíamos organizado. Automáticamente Marci, que abría el grupo, paró en seco y miró hacia atrás. Con señas y unos gestos de Sioux, Antonio empezó a revelarle la posición del corzo que había visto. Perpleja estaba de cómo podrían adivinar lo que uno y otro se decía con simples gestos y a cierta distancia con el fin de no hacer ruido alguno. Lo único que entendí es que era un corzo grande. Del resto ni papa.

Tras la sesión de mímica, Marcin descubrió en la orilla de enfrente al corzo, que acompañado de su corza, comía plácidamente al borde de un campo de maíz. Pude finalmente verlo y, de primeras. no me pareció grande, cosa que a Marcin tampoco.

Antonio nos insistía en acercarnos más. Él ha cazado un buen número de corzos, y algo vio en este que le llamó la atención. Sin duda la óptica también ayuda y con los prismáticos que usa, los nuevos Zeiss RF 10x42, la nitidez y claridad es superlativa.

Avanzamos sigilosamente. Ya un poco más cerca y desde otro punto de vista comprobamos que era un magnífico ejemplar. Y es que una de las peculiaridades que tenía el coto en donde estábamos cazando era que los corzos tenían las puntas muy blancas, por lo que a la hora de valorarlos te despistaban bastante. Debías observarlos muy bien y esperar que giraran la cabeza varias veces para hacer una buena estimación de puntas y garcetas. Esto podía ser debido al estar en un área cerealista sin grandes zonas de bosque, los corzos no disponían de arbustos leñosos donde frotarse y colorearse sus cuernas.

Tras asegurarnos del tamaño del animal, me preparé y puse el visor a punto, pero la hembra se colocó delante él. Estas situaciones me ponen nerviosa. Así que esperé a que se moviera la corza, pero tanta tensión hizo que no templara los nervios y el tiro lo alcanzara en la barriga. No me dio tiempo a recargar y el corzo entró en el maizal.

Esperamos varias horas a que se calmara el cérvido, ya que tienen mucha adrenalina estos animales y si vas en el mismo momento se pueden ir bastante lejos.

Descubrimos un rastro de sangre

Una vez esperado el tiempo prudente, comenzamos a buscar en el maizal y nada más adentrarnos descubrimos el rastro de sangre con claridad. Era bastante grande por lo que no perdí la esperanza, pero la señal se perdía y no éramos capaces de identificar la marcha que había tomado el animal. Decidimos ponernos en varios callejones para inspeccionar bien la zona porque el corzo en teoría tenía que estar allí dentro, pero no encontramos nada. Ni la ayuda de un perro profesional de rastro, al que contratamos, sirvió para localizar el cérvido.

El día era muy caluroso, y el bochorno dentro del maíz hacía imposible el buen trabajo del perro. Mi ilusión se desvaneció, igual que el corzo. Así es la caza de caprichosa. ¡Qué rabia! Es la peor situación que tiene la caza, dejarse un animal herido, pero a pesar del enorme empeño en dar con él, no fuimos capaces.

Por no quedarme con este mal sabor, decidí seguir cazando e intentar tirar otro corzo, aunque no lo tenía pensado.

Esa misma tarde nos fuimos a una zona nueva y sin duda la más bella, grandes prados rodeados de robledal hacían de aquel sitio un lugar privilegiado para los corzos. A lo lejos, en mitad de unos prados de hierba,  avistamos un grupo de corzos, en donde un macho encelado correteaba un par de hembras de un lado para otro. Tan pronto los tenías cerca, que a los segundos los encontrabas en la otra punta del claro.

Comenzamos un acercamiento prudente, pero los animales en sus juegos amorosos habían puesto bastante tierra de por medio. Esto sucedió un par de veces. Decidí llamarle juguetón, porque en varias ocasiones nos despistó. Nos costó trabajo acercarnos porque no podíamos cruzar la zona abierta por si nos veían. Así que decidimos avanzar más rápido, pegados al monte, pues como estaban tan encelados con su ritual, confiábamos en que no se percataran de nuestra presencia. Dieron una carrera a un prado contiguo, que nos ocultaba la visión una pequeña línea de matas.

Al seguir tras ellos, de repente se nos vino una de las corzas encima, llegando a escasos 10 metros y pensé que se había terminado el acecho porque nos espantaría definitivamente al corzo juguetón. Esperamos un momento y nos resultó curioso que el corzo no viniera detrás. Nos asomamos dando vistas al otro lado de la franja de matas y descubrimos que el macho había abandonado a su dama porque estaba midiendo sus fuerzas y virilidad con otro corzo.

Sin esperarlos nos encontramos en posición de tiro ante dos bonitos corzos que peleaban por su territorio.

Hicimos una nueva valoración, para ver cuál de los dos portaba mejor trofeo. Fue algo complicado, pues el corzo más joven era muy bonito y bien formado, sin embargo el grande, al que perseguíamos, era más peculiar y raro. ¡Eso me atraía más! Así que entre golpe y golpe, esperé a que detuvieran su pelea y apreté el gatillo. El animal pegó una pequeña carrera hacía nosotros cayéndose a escasos metros. ¡Un lance muy difícil de olvidar!

No pude tener mejor cierre para tan bella experiencia. Un lance apasionante, trabajado y rematado con una lucha entre dos bonitos machos. 

Una ceremonia cargada de respeto

Como siempre, nos acercamos a contemplar el trofeo y seguir con las bellas tradiciones centroeuropeas de ofrecerle el respeto merecido tras su abate. Consiste en ofrecerle un último bocado, poniéndole una ramita en la boca, al mismo tiempo que el guía local te hace entrega de otra pequeña rama impregnada con unas gotas de la sangre del animal, en señal de admiración por la pieza y para dar la enhorabuena al cazador. Una ceremonia cargada de respeto por el animal que ha pasado de generación en generación, poniendo un énfasis de valoración en la acción venatoria. Tras esto, el corzo es eviscerado sutilmente y llevado a una cámara frigorífica para aprovechar su canal.

Ojalá esta forma de entender la caza y respetar la pieza abatida traspasara nuestras fronteras y supiéramos darle el valor que se merece cada una de las piezas conseguidas.

El cuarto corzo puso punto y final a las jornadas en Polonia

Con el cuarto corzo conseguido puse punto final a mis jornadas cinegéticas polacas, pero aún no había terminado el viaje. Ahora tocaba quitarse las botas y calzarse las deportivas para patear las dos ciudades más importantes del país, Cracovia y Varsovia. Dos grande urbes cargadas de historia y marcadas irremediablemente por los conflictos bélicos, pero que esconden tesoros e historias merecedoras de visitar y conocer.

Este viaje fue para mí una gran experiencia cinegética, gracias en parte por el especial trato que recibimos, que fue extraordinario. Su gente es acogedora y simpática, y nos trataron como si estuviéramos en casa. Nos transmitieron sus tradiciones venatorias, degustamos platos típicos realizados con carne de caza y nos enseñaron su forma de cazar y gestionar. ¡Sin duda un viaje muy completo y más que satisfactorio!

Finalmente quiero dar las gracias a Radek de Roble Verde, a Time2Hunt y Marcins Rubis por hacer tan grata nuestra estancia en Polonia y que culmináramos nuestra cacería de una forma tan exitosa. ¡Sin duda, unas vacaciones de ensueño! Gracias a todos, volveré en cuanto pueda por aquellas tierras.

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