¡Y al verle en lo alto del chaparro, no tuve más remedio que echarme a reír!


Estoy pensando acercarme por los aledaños que carea el venado Candiles y hacerme el encontradizo con él.

Lo llevo viendo por los montes desde que yo era primalón y ahora que soy jarocho, de esos buenos y puedo ser peligroso para perros y hombres, quiero que charlemos como dos viejos conocidos. En nuestros años por estas lindes, hemos hecho muchas cosas, aunque el tiempo siempre se nos figuró corto y, sin embargo en ocasiones, nos faltaron segundos para advertirnos del sorprendente ataque de las rehalas o del acecho de los monteros, sin ni siquiera agradecernos nada entre nosotros, aunque al final reconocíamos lo cerca que estuvimos de haber perdido la vida. —Cómo no —dijo Candiles—. ¿Es que ya no te acuerdas de aquel hombre que te acechaba al atardecer por el carril de Cerrajeros, donde tomabas una charca de placido cobijo y gustabas de revolcarte en ella? Le descubrí una de las veces que se levantó para arreglar el puesto, avisándote del peligro que corrías si llegabas allí abajo. —Candiles, este aviso jamás lo olvidaré y gracias a ello, paré en seco mi careo y cambié el viaje —dijo, con sequedad. —Aún recuerdo tus palabras: «Que eras jabalí de pocas promesas, pero si alguna vez estuviese en peligro, acudirías en mi ayuda». Después, tiraste por el espeso rastrojo y te alejaste de mala gana, sin dejar de observar hacia donde verdeaba el individuo, que seguía escondido entre las matas. —Si supiera que de la primera embestida acabaría con él cosido a dentelladas, no estaría tan fresco. Será cosa de esperar otra ocasión y entonces irá de veras. —Le dije que no hablase así y pasó de mí. A los pocos meses, se produjo un encuentro con otro hombre, que había dicho en Andújar que conseguiría al ciervo Candiles en esta berrea, y lo bajaría entero en la puerta de la Sociedad de Cazadores. Moviéndose por el portillo, le pareció oír el rodar de unas piedras, permaneciendo inmóvil junto a los riscos del casquero y pudo ver la silueta del ciervo. Quedó paralizado de emoción, y cuando levantó la escopeta la niebla se los tragó. Escuchaba su brama de la berrea y no podía verlo. Todo el portillo se difuminó de repente, en tan sólo unos momentos. El hombre echó a andar tras su rastro, caminando desesperado, aspirando el aire húmedo de la media mañana de pardas nubes, apartando ramas alrededor del sombrero. ¿Cuándo volvería a verle de nuevo? Quedó petrificado al volver a oír de nuevo su grito por el apretado montarral, acusando el esfuerzo al seguir la estrecha senda que aún tenían frescas las pistas del venado y, el desconcierto era cada vez mayor, mientras escuchaba la berrea de otros machos. En la media mañana algo le sorprendió a Candiles, hasta pararse para ver lo que sucedía a su espalda. Levantó las orejas y trató de reprimir la risa, sin conseguirlo. A cierta distancia, un enorme jabalí blanquecino tenía subido en un chaparro al cazador que le perseguía, haciendo saltar las jaras con bruscas sacudidas y gruñendo muy enfurecido. El venado, trataba de recordar: ¡Naturalmente! ¡Ya se acordaba! Era el cochino de Cerrajeros, al que le avisó de que no bajase a tomar la charca, porque alguien le esperaba allí apostado, y no con muy buenas intenciones. Miraba atónito a aquel hombre colgado arriba del árbol, como una alcayata, la escopeta partida en dos trozos, y la canana de los cartuchos esparcidos alrededor del tronco. —¡Oye Candiles! ¡Estamos en paz! —dijo secamente el viejo cochino jabalí. —Por supuesto, amigo. —Yo no tengo amigos —y gruñó con fuerza. Después hizo una pausa para dar más énfasis a la voz. —Se ha terminado la reunión, lárgate ya, que éste va a pasar la noche ahí subido, como una lechuza. El hombre, le miró desconcertado y pareció oírle. —Será canalla, el muy cabrito —exclamó, abrazándose con más fuerza a las ramas para no caerse. Candiles, antes de marcharse, le reiteró su gratitud. —Te estoy agradecido por tu ayuda. Quiero que lo sepas. —Déjame en paz —y cerró la negra jeta, con un chasquido de sus largos colmillos. Se alejó el venado berreando muy fuerte, mientras el jabalí se disponía a tumbarse bajo el chaparro Empezó la lluvia a caer mansamente sobre los matorrales. El ciervo sacudió la cornamenta y sintió compasión por él, igual que sentía por todas las criaturas de la sierra.
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