¡Hay por la sierra una Peña con Zahones!


Viene a mi memoria —y aún ahora lo recuerdo todavía— algo que me impactó entonces y quedé sorprendido al ver llegar a un grupo de monteros luciendo sus zahones.

Aquella visión se apoderó de mí y la sorpresa delataba desde mi postura lo insólito del encuentro, atraído por lo bien que le caían sobre las botas y el sonido que producía su cuero al sacudir las jaras de la umbría, y reflejar su elegancia en el agua de los arroyos que su murmullo estremecía como un susurro. Fue tal mi curiosidad, que no vi cruzar a un receloso jabalí que huía ligero entre la espesura del portillo, erizando el pelo de sus lomos escapándose lejos de mi alcance, como me diría más tarde un montero de mi armada que presenció la escena, y que no entendía, el por qué no disparé, cuando arrancó a tan sólo seis pasos de donde yo me encontraba. Desde ese día llevo siempre las delanteras que me hizo Pleité, en su taller de Andújar. ¿Quién mejor que él? Así se conocen en Sierra Morena, y son más cortas que los zahones pero más cómodas para patear el monte subiendo incansable por las lomas, al aire que las rozas no parecen las mismas de antes. Uno piensa, que al llevar esta prenda —ya gastada de antiguos bosques— veterana compañera de mis monterías, iluminan el perfil de las posturas, más allá del cimbreteo de los jarales, detrás de cada chaparra, en la espera del lance con el ladrisqueo primero de las rehalas. Sin embargo las delanteras de paño, a rayas marrones y beig, van ribeteadas a su alrededor con adornos de cuero y abrigan más en el invierno, pero si llueve —que es bastante normal en la temporada de caza—, se empapan y pesan como un demonio, aunque por fortuna tampoco son tantas veces.
En la foto que adjunto, se ve a mi hermano Paco, con las delanteras de Paño, en el Hoyo de Mestanza, próximo a la taberna donde celebrábamos el sorteo de las armadas, de aquellas tres manchas que alternábamos cada año, de las seis que tenía la finca, y así se dejaban descansar las otras tres. Por aquel entonces aquellos montes se mantenían en toda su esencia y, poner los pies allí, era disfrutar de sus salvajes vericuetos de azules neblinas, donde aún no estaban cortadas las cañadas que hoy recorren los todoterrenos, y tener que bajarse de las bestias, como se hacia antes, para que descansaran. El olor a jara perfumaba los montes del pueblo de El Tamaral, y su fragancia difícil de olvidar, cuando las armadas alcanzaban las posturas desde El Carrizuelo hasta La Tembladera. Y a propósito, me cuenta Paco, que en cierta ocasión, en la dehesa de Los Alarcones, al verle otro montero de los de Galerías Preciados, con sus delanteras de paño —que siempre lleva puestas en las monterías— éste le preguntó: —Ese paño de manta que llevas alrededor de las botas, y cogidas por detrás, ¿qué es? Ante su asombro, le contestó: —Son las antiguas delanteras, que siempre se han utilizado en estos menesteres y, si por lo que veo, a estas alturas no las conoces tú, y ni has oído hablar de ellas, “apañao” vamos. Y dándose medía vuelta, lo dejó allí plantado. Y es que hay monteros que nunca se abrocharon el cinto de unos zahones o de unas delanteras. ¡Qué pena, San Huberto! —Filigrana, ¿sabes que le han puesto el nombre de Candiles al premio que cada año concede La Peña sevillana los Zahones, al montero que consigue abatir el mejor venado de las fincas que montean? —¿Y usted cómo sabe eso, señor? —preguntó. —Me enteré de pura casualidad. —No me diga —dijo el escudero. —Leí en una revista de caza la noticia del premio Candiles y, como autor del libro, llamé por teléfono y me atendió Emilio Jiménez, que conduce la Peña desde su fundación hace diez años y es el Capitán de Monterías. En el mes de septiembre de 2011, asistí en Sevilla, acompañado de mi hijo Felipemontero de los buenos— a la entrega del mencionado trofeo en el salón Las Meninas del Restaurante Robles Aljarafe, en la tradicional cena de gala en su 10º Aniversario.
El premio Candiles, recayó en el montero Casimiro Muñoz, que recibió además el libro dedicado. Fue un momento muy emotivo, pues el autor pronunció unas palabras extraídas de su contenido. Según dijo Emilio Jiménez, cuando se dirigió a los asistentes: «Esto pasará a los anales de nuestra historia, como uno de los episodios más bellos y emotivos. ¡Gracias Maestro! Y ahora mismo soy el hombre más feliz del planeta, porque esta imagen es el resultado de tantos años de trabajo firme y perseverante en aras de inculcar unos ideales y una filosofía de caza (y de vida), la del respeto y la ética, en un grupo de amigos a los que les une la pasión por la caza. ¡Diez años después! hemos empezado a recoger el fruto de lo que hemos venido sembrando entre todos». Nadie puede detener mi impulso al destacar cuánto he escrito sobre la Peña de Los Zahones. Quiero anunciar —lejos del alcance de lo que ocurre en tiempos difíciles, y la alegría de estas personas que todo lo merecen— el hecho de disfrutar del monte sin aburrimiento y cansancio. Emilio Jiménez, rodeado constantemente de su buena gente, sin manifestar jamás de una forma solemne sus amables modales a la menor señal de alerta —¡porque él es grande!— en ocasiones no tiene ni un solo instante para sí mismo, y bien merece verle con sus clásicos zahones, entre las matas de la serranía en que verdean las cuerdas más altas. Maestro y Capitán, ¡que todos te vean y admiren! Regreso con un montón de vivencias que he guardado en un lugar destacado de mi habitación de trabajo, entre los escritos qué más recuerdo, capaces de despertar las buenas maneras para defender los derechos de la Montería y de sus animales salvajes. Muchos de ellos, demasiado añejos, a la altura de las circunstancias de aquellos tiempos, en términos del buen cazar y experiencia entre carrizos del alborotado sendero. Ojala, me acompañasen todavía aquellos viejos monteros que hoy ya no montean con nosotros, admirando el temple en sus lances y poder estrechar sus manos al caminar juntos camino de las armadas, y escuchar sus conversaciones que cualquier montero se hubiera sentido orgulloso de las delicias de sus palabras. Pero delante de todos, quiero dejaros hoy éste comentario de mi ilusión grande. «Cada amanecida las verdes solanas llaman a mi puerta. Nada ha cambiado. Tierra negra, ladras, reses, berreas. Todo está en pie. Trochas, rumores, colorines, umbrías. Siempre es la misma. Amable si se quiere, pero misteriosa. Vuelvo por la silleta honda y mi afición excelente abre lejanías mansamente. Como una raíz más, soy silencio largo. Montero noble y bien plantado. Sereno al dar gusto al dedo y me da calentura encima de una jaca. Me gusta cantar a la sierra, con mi poesía de yerba y hablarle, como si oyera». ¡Y tendrás que conocerla! - me basta saber que me lees.
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